A pesar de las aberraciones que la dictadura hitleriana acometía cada día, a pesar de la deportación masiva de seres humanos, a pesar de que la gente veía a la policía llegar de madrugada y arramblar con personas y bienes, a pesar de que se obligase a los judíos a fregar las calles o a llevar emblemas humillantes, ningún ciudadano respetable alzó su voz. Avanzado el proceso de degradación del sistema, no pudieron, claro, porque las libertades daban sus últimas boqueadas. Pero durante el proceso de instalación de aquel gobierno infernal, en las primeras fases , cuando parar la barbarie aún era posible, la gente de la calle no dijo ni mú. Los periódicos salían cada día, los enamorados paseaban por los parques, las madres preparaban la merienda de los niños, los barrenderos limpiaban las calles, la gente se tomaba su cerveza en los bares y allí no pasaba nada.
Tu tío se preguntaba por qué, y acusaba a los alemanes de entonces –y a los miles de austriacos que recibieron a Hitler tan contentos hace setenta años- de flojos o de cobardes. Pues bien: durante esta última semana me lo he explicado todo. Nadie dijo nada, Ainara, por la sencilla razón de que todo el mundo estaba, más o menos, de acuerdo. Se percibía a los judíos y a los marginados de todas las clases como seres ajenos al cuerpo sanísimo y puro de la sociedad. Gentes que perturbaban la vida de los ciudadanos normales.
La cosa estaba clara: si estos elementos perturbadores existían, algo había que hacer. Y, con eficacia germánica, se abordó la tarea: sería desagradable, pero, al fin y al cabo, no duraría siempre.
Salvando TODAS las distancias, un fenómeno parecido se está produciendo en tu país que es el mío.
Es triste pero no creo mentir si digo que España se ha convertido en un país racista de la peor especie: de la que lo niega. Estando yo aún en España, cuando se suponía que las vacas económicas tendrían una gordura de duración indefinida, eran varias las compañeras mías de trabajo que se escandalizaban del sistema de puntos que, en la práctica, daba prioridad a los inmigrantes ( por tener rentas más bajas) en la elección de colegios y comedores escolares–por supuesto, las chicas que les cuidaban los niños eran sudamericanas a las que les pagaban cuatro perras-. No es raro ver anuncios de alquileres y ventas en los que se pide a los inmigrantes que se abstengan de llamar. Incluso, ayer leí que la mayoría de los habitantes de la comunidad autónoma más desarrollada de España estarían de acuerdo en restringir a los inmigrantes el uso de determinados servicios sanitarios. Si el gobierno actual aprobase una norma semejante, puedes estar segura de que no habría manifestaciones en las calles. Quizá, durante los dos o tres primeros días, algunos columnistas chinchosos protestarían, pero, pasada una semana, entraría en vigor sin ningún problema.
Es de temer que, ahora que empieza el verano, se repitan las imagenes de todos los años. Seres humanos medio muertos, a bordo de precarias embarcaciones, llegados a las playas llenas de turistas cuya máxima aspiración es conseguir un bronceado uniforme. El domingo mismo, mientras la selección española hacía olvidar a nuestros compatriotas que no podrán llegar a fin de mes, un grupo numeroso de personas intentó escalar la valla que separa Ceuta del resto de Africa.
Ainara, la inmigración es un drama que exige, y ya, que se tomen medidas contundentes. Pero no del tipo estado policial en que la UE amenaza con convertirse. La mejor manera de acabar con la inmigración ilegal es proporcionar un futuro a las personas en sus países de origen. Hay que invertir en desarrollo, en educación. Hay que dejar de mantener las tiranías que sojuzgan a millones de personas y que no son más que intermediarios entre las poderosas economías del norte y las frágiles formas de subsistir del sur. Y no es caridad, Ainara. Será, si es, inteligencia. Nos estamos jugando nuestro futuro.
Si la Unión Europea quiere demostrar que no es una coartada para que las multinacionales puedan seguir adquiriendo mano de obra más barata cada día , es imprescindible regresar a la tradición humanista e ilustrada que es lo mejor de nuestro patrimonio común. Porque quizá, cuando el dinero sea incapaz de parar la invasión de personas sin recursos llamando a las puertas del supuesto paraíso, será tarde. Cuando el agua escasee, cuando las selvas estén esquilmadas, cuando haya –que ya los hay- millones de personas sin nada que perder, quizá sea tarde Ainara.
Todo indica, sin embargo, que ese momento llegará porque estamos gobernados por unos inútiles incapaces de ver más allá de sus narices.
Quizá, Ainara, los de tu generación consigáis hacerlo mejor. Los de la nuestra estamos destrozando el mundo con las dos manos.
Besos, hoy bastante descorazonados, de tu tío.
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