Ayer mientras planchaba pensaba en ti, sobrina, porque estuve viendo una de mis películas favoritas de la infancia . Se trata de “El mago de Oz”, la de Judy Garland.
Esa de la que tu tío, con su memoria enciclopédica para las cosas inútiles, se sabe de memoria todas las canciones. Qué ganas tengo, sobrina, de que tengas edad para poder verla y disfrutarla. Cuando tú puedas ser una Dorothy que se crea que existen hombres de hojalata, espantapájaros que bailan y leones cobardes –con una pluma sospechosa- que siguen el camino de baldosas amarillas para visitar al elusivo mago de Oz.
Tu bisabuela más rumbosa compró uno de los primeros vídeos BETA que salieron al mercado, y tu padre y yo disfrutamos muchísimo de esta adquisición.
Hasta que el VHS llegó a nuestras vidas en 1989 –tan lejos, tan cerca- el video de tus bisabuelos fue una ventana abierta al mundo que nos enseñó cosas hermosas como el mago de Oz, cosas inclasificables como “Juana la loca, de vez en cuando” en la que Lola Flores hacía de Isabel la Católica y hablaba de Marcelino Camacho; pero también cosas terribles.
Recuerdo cómo, con poco más de diez años, vi casi a escondidas “Los santos inocentes” de Mario Camus, con la sensación de estar asistiendo a un ritual sangriento y terrible. Aún recuerdo mi angustia cuando la película terminó. El silencio interior, el enorme asco que sentí.
“Los santos inocentes” me enseñó la existencia de la malignidad y de la fealdad. Recuerdo a Paco Rabal orinándose en las manos, y a Terele Pávez haciendo de Régula. Y a Mary Carrillo, repartiendo el dinero a los niños después de la comunión. Una mujer tan buena haciendo un papel de enorme perversidad. Qué gran actriz injustamente olvidada. Tengo el DVD en casa, aquí, en Viena. Hace casi cuatro años que lo compré, pero no he podido volver a ver la película porque se levanta ante mí un muro impenetrable de tristeza.
Si te digo la verdad, sobrina, ayer, mientras planchaba, también eché de menos aquellos años en los que aún todo era posible y en los que nos acercábamos a la tecnología con el respeto mágico de los indígenas que se quedaban maravillados ante las cuentas de cristal. Cada paso, cada aparato nuevo, cada nueva aplicación (los disquetes, los primeros compactos,el primer DVD…) eran un miliario que señalaba el camino de un futuro que entreveíamos risueño y feliz. Blanco y aséptico como las brumas de un sueño. Fácil y controlable como los recovecos de una fantasía ideada para el placer.
Hoy, la tecnología es una parte de nuestra vida y ha perdido la magia de entonces. Ningún iPod podrá igualar aquella fascinación, porque ya suponemos de antemano que las máquinas nos ofrecerán ventajas nunca vistas que, sin embargo, como los records del atletismo, cada vez serán menos espectaculares.
Los viejos aparatos, las viejas películas, el montón siempre renovado de la ropa de planchar. La edad, Ainara, la edad.
Besos de tu tío
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