Aquí, ayer, Celine Dion dio un concierto ante, suponemos, un público entregado. A mí, me cae bien Celine porque me parece que es una chica que, excepción hecha del potosí que tiene en la garganta, no lo ha debido de tener fácil. Con esa cara, que es tan difícil de combinar con cualquier cosa. Pero, sobre todo, Celine Dion a mí me cae bien porque es una chica que, como cantaba La Lupe, “es muy sumirde”. Igualita que Bisbal (salvando las distancias) o sea: una jornalera de las tablas. Recuerdo que, con ocasión del lanzamiento de su último CD,Taking Chances, Dion fue invitada a ese programa-mamotreto-concurso-cosa llamado “Wetten Das…?” (Qué apostamos, en lengua vernácula) y ella, como todos los famosos, tuvo que hacer una apuesta, que perdió. El castigo fue cantar el tema de Titanic haciendo gárgaras. Y oye: la tía lo hizo, y nos reimos todos mucho. Porque Dion transmite que, fuera de las intensidades musicales, ella es muy de andar por casa.
Por diferentes razones, durante una época de mi vida profesional, tuve contacto asiduamente con personas conocidas del cine y la televisión y tengo que decir que, cuanto más famosos eran, y de más tiempo, más normales (aunque hay gente muy imbécil, como cierto famoso actor de teatro que dejó tras de sí un reguero de malas pulgas). La regla general es, como hubiera dicho Santa Teresa,“Cuanto más famosos, más conversables”.
Por ejemplo, los presentadores de televisión que venían de la cadena pública – un poner: el que presenta hoy los telediarios más vistos de Mundo Perdido– eran (y son) el colmo de la buena educación. En cambio, había gente que, en cuanto les reconocían dos veces en un Corte Inglés a temperatura polar, se echaban a perder sin remisión. Recuerdo particularmente la bronca mefistofélica que montó en el aeropuerto de Barajas un julijustris de estos que comentan el trasiego ginecológico de las famosas. Un indivíduo del que no recuerdo el nombre pero que ni siquiera trabajaba –en aquellos entonces, hoy no sé- en una cadena nacional, sino en una emisora que sólo se veía en Madrid. Pretendía el andóba que, por su bello rostro, le pasaran de turista a primera. La sufrida azafata intentaba explicarle que, con los puntos que tenía, aquello no sólo no podía ser, sino que además era imposible. Llegados a un punto de la conversación especialmente encrespado, el muy ofidio dio un golpecito en el mostrador, puso morritos, y soltó el inevitable:
La tele y la vida, queridos y queridas,son así. Hoy estamos aquí, y mañana…al rico colchón de látex natura. Los cementerios están a reventar de gente que se creía insustituible y nosotros, como diría Alaska, vemos la vida pasar.
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