7 de Julio.- Me he pasado el fin de semana colgando fotos en flickr. Mientras lo hacía, me he dado cuenta de que, por esas fotos, se podría reconstruir mi vida de los últimos años. La pequeña Canon –semper fidelis- ha ido dejando constancia de mi aprecio por personas, lugares y cosas.
He hecho dos paréntesis en esta (ingente) labor archivera. El primero fue el sábado por la tarde, para dar un paseo por el Leinzer Tiergarten. El LT es una gigantesca reserva natural que engloba parte del Wienerwald y los terrenos de la Hermesvilla. Fue muy agradable subir por el bosque, vigilado de lejos por los pacíficos jabalíes, hasta uno de los lugares en donde se domina una de las mejores panorámicas de Viena. También me enteré el otro día de que, desde ese mismo lugar en el que está parte de mi corazón, el emperador Aki-Hito y su señora, la emperatriz Michiko, habían disfrutado también de la relajante visión del valle en el que la ciudad se asienta (año 2002, si no me falla la memoria). En el lugar, hay un monolito conmemorativo.
Me gusta esa colina en particular porque, primero, puedo jugar a descubrir edificios singulares (la Votiv Kirche, el Otto Wagner Spital, la ONU…) y, también, porque guarda para mí muy buenos recuerdos personales, una parte de los cuales no compartiré con mis lectores (espero que me perdonen). Sin embargo diré que, en esa parte del Wienerwald, entendí que la gente pudiera perderse en los bosques, circunstancia que quebraba muy seriamente la credibilidad de los cuentos de mi infancia. Hoy, que mi experiencia forestal es considerablemente más amplia, tengo que decir que el Winerwald es un bosque urbano –quizá parecido al Central Park de NY- que tiene poco que ver con las lujuriantes frondas que tapizan la parte más montañosa del país.
He hecho dos paréntesis en esta (ingente) labor archivera. El primero fue el sábado por la tarde, para dar un paseo por el Leinzer Tiergarten. El LT es una gigantesca reserva natural que engloba parte del Wienerwald y los terrenos de la Hermesvilla. Fue muy agradable subir por el bosque, vigilado de lejos por los pacíficos jabalíes, hasta uno de los lugares en donde se domina una de las mejores panorámicas de Viena. También me enteré el otro día de que, desde ese mismo lugar en el que está parte de mi corazón, el emperador Aki-Hito y su señora, la emperatriz Michiko, habían disfrutado también de la relajante visión del valle en el que la ciudad se asienta (año 2002, si no me falla la memoria). En el lugar, hay un monolito conmemorativo.
Me gusta esa colina en particular porque, primero, puedo jugar a descubrir edificios singulares (la Votiv Kirche, el Otto Wagner Spital, la ONU…) y, también, porque guarda para mí muy buenos recuerdos personales, una parte de los cuales no compartiré con mis lectores (espero que me perdonen). Sin embargo diré que, en esa parte del Wienerwald, entendí que la gente pudiera perderse en los bosques, circunstancia que quebraba muy seriamente la credibilidad de los cuentos de mi infancia. Hoy, que mi experiencia forestal es considerablemente más amplia, tengo que decir que el Winerwald es un bosque urbano –quizá parecido al Central Park de NY- que tiene poco que ver con las lujuriantes frondas que tapizan la parte más montañosa del país.
Ayer, fui al Neusiedler See a disfrutar de lujos prestados (que, por serlo, son los que saben mejor). Un barco de vela y la extensión refulgente del lago , poblada por surferos de los de tabla y de los de cometa, navegantes encaramados a la velocidad de los catamaranes,y nadadores surcando el frescor como esforzados proyectiles.Fue un hermoso día que hubiera podido dar para una amable comedia de Chejov. Una delicia beber champán gélido acodado en la borda del velero, viendo la propia cara sonriente reflejada en el profundo verde de la botella.
Como ayer había brisa, otros barcos acudieron a unirse a nuestra pequeña fiesta en la Isla de los Juncos (conocida por los indígenas como Die Insel, a secas: ocupa el centro del lago). Conocida la facilidad aborigen para el levantamiento de codo, los patrones de cada embarcación aportaron lo que tenían en las bodegas: este una botella de Riesling helado, aquel una botella de Ouzo –ese anís griego que, cuando se mezcla con agua, se vuelve blanco, y cuyo sabor se parece tanto al del (viejuno)Marie Brizard-; aquel otro, el rubio champán que queda dicho. El alcohol hizo que a todo el mundo le saliera el niño que llevaba dentro, y la trama de la comedia rusa se enriqueció con un buen número de refrescantes escaramuzas acuáticas, en las que rientes ninfas en biquini trataban de escapar de socarrones galanes en pantalón surfero; y hasta con interludios románticos durante los cuales, los enamorados, jóvenes y no tanto, “sirvieron al amor”.
Llegado el atardecer, llegó también el último ponche del año con las últimas guindas de los cerezos del jardín: más alcohol, más lánguida felicidad. Y los inevitables mosquitos trompeteros (#*!@), que devoraron a este seguro servidor de sus lectores. Hasta el punto de que, acosado, no tuve más remedio que volver a meterme en el agua. Esta vez de una piscina porque, aunque los mosquitos lacustres son porfiados y resistentes, con el agua, de momento, no pueden. Aún así, tengo picaduras en lugares inverosímiles, como la pantorrilla –ahí se ceban siempre, los c*brones- o la espalda.
A la vuelta, Radio Burgenland pinchó mi canción favorita de Simon y Garfunkel: Mrs. Robinson. Mi verso favorito está en la tercera estrofa, dice:
Como ayer había brisa, otros barcos acudieron a unirse a nuestra pequeña fiesta en la Isla de los Juncos (conocida por los indígenas como Die Insel, a secas: ocupa el centro del lago). Conocida la facilidad aborigen para el levantamiento de codo, los patrones de cada embarcación aportaron lo que tenían en las bodegas: este una botella de Riesling helado, aquel una botella de Ouzo –ese anís griego que, cuando se mezcla con agua, se vuelve blanco, y cuyo sabor se parece tanto al del (viejuno)Marie Brizard-; aquel otro, el rubio champán que queda dicho. El alcohol hizo que a todo el mundo le saliera el niño que llevaba dentro, y la trama de la comedia rusa se enriqueció con un buen número de refrescantes escaramuzas acuáticas, en las que rientes ninfas en biquini trataban de escapar de socarrones galanes en pantalón surfero; y hasta con interludios románticos durante los cuales, los enamorados, jóvenes y no tanto, “sirvieron al amor”.
Llegado el atardecer, llegó también el último ponche del año con las últimas guindas de los cerezos del jardín: más alcohol, más lánguida felicidad. Y los inevitables mosquitos trompeteros (#*!@), que devoraron a este seguro servidor de sus lectores. Hasta el punto de que, acosado, no tuve más remedio que volver a meterme en el agua. Esta vez de una piscina porque, aunque los mosquitos lacustres son porfiados y resistentes, con el agua, de momento, no pueden. Aún así, tengo picaduras en lugares inverosímiles, como la pantorrilla –ahí se ceban siempre, los c*brones- o la espalda.
A la vuelta, Radio Burgenland pinchó mi canción favorita de Simon y Garfunkel: Mrs. Robinson. Mi verso favorito está en la tercera estrofa, dice:
Where have you gone, Joe DiMaggio
A nation turns its lonely eyes to you
(Uh uh uh).
A nation turns its lonely eyes to you
(Uh uh uh).
Cada vez que la oigo, no puedo remediar imaginarme el equivalente español. Algo así como:
Dónde te has ido, Indurain.
Una nación abandonada vuelve sus ojos hacia ti.
Una nación abandonada vuelve sus ojos hacia ti.
Y la sola idea de escuchar a Simon y Garfunkel, tan serios, cantando las mieles deportivas del as de la cronoescalada me mata de risa.
(Aún sin champán y sin ponche).
Ays…
(Aún sin champán y sin ponche).
Ays…
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