Fleivour tuyú
11 de Julio.- Leo en un periódico celtíbero, que una de las presentadoras más populares de España, famosa por sus meteduras de pata pero, sobre todo, por su originalidad literaria (ejem) ha hecho su último programa (de la temporada). La verdad es que leer la noticia me ha puesto nostálgico, porque para mí, ese nombre, esa cara, ese cardado salvaje, se asocia, fundamentalmente, a una parte de mi vida durante la cual fui muy feliz: mi estancia en el Mundo Perdido, como yo llamo a cierta cadena de televisión en donde esta señora inició su ascenso profesional y puso los cimientos de su enorme fortuna personal.
Recuerdo con nostalgia a muchos de sus colaboradores –hoy, auténticas personalidades del chiquimundo televisivo español- que crecieron con ella en un programa que la ínclita y ubérrima empezó para tapar un hueco transitorio en las tardes de esa cadena, pero que se eternizó gracias a sus índices de audiencia rompedores. Recuerdo aquellos tiempos en que, antes de que el programa empezara, yo me pasaba un ratito por el plató polvoriento, pero impregnado por esa tensión previa de los directos, a charlar con mi amigo X., al que ayudaba a cargar las cajas de botellines de agua para el público que, ruidoso, impaciente, tocado por la magia, esperaba al otro lado de las gruesas puertas insonorizadas.
Me gustaba mucho pasar también por la redacción en la que trabajaba el equipo que capitaneaba esta mujer, por las mañanas,a eso de las once, cuando mis redactores favoritos estaban planeando de qué tema hablarían por la tarde. Disfrutaba viéndoles trabajar, sintiéndose importantes, con sus entrañables “ejqueismos” y su glamour de todo a cien (ahora, todo a un euro).
Recuerdo la insólita experiencia de encontrarme cara a cara con Van Damme –que, al natural, es un señor muy bajito y cabezón- o la vez que abandoné mi puesto de trabajo para ver en persona, de lejos, a Imperio Argentina, poco antes de que muriese.O el cabreo de mi señor padre cuando se enteró de que una chica se había caido redonda al suelo, fulminada, cuando fue tocada por la mano inocente de un vocalista tropical de caderas retozonas.
(Tuvieron que llamar a una ambulancia –para la chica, no para el cantor, que se limpió la mano en los pantalones, no fuera a ser aquello contagioso).
Me gustaba colarme en el plató, cuando el programa terminaba, y aspirar el olor a oscuridad y a serrín que siempre queda en un estudio cuando las luces se apagan. Y me gustaba cotillear entre el atrezzo y tocar aquellos objetos de colores ácidos que eran la parte más tierna de mi fantasía.
A través de aquellos redactores viví por delegación lo que me hubiera gustado que fuera mi carrera y que, hoy, creo que nunca conseguiré: los nervios de la primera vez que se ponían delante de las cámaras, las sucesivas alegrías, los ascensos, las derrotas, las envidias, las puñaladas traperas. Los súbitos arranques de dignidad: como el de aquel excronista parlamentario, hombre de acabadísima conversación y exquisita cultura, al que le encargaron hacer un ranking de miembros (viriles) masculinos tras la publicación de las fotos de un aristócrata en traje de Adán.
O aquel pobre, que me preguntó, subiéndose las gafas de pasta:
-Y este Riqui Martín sobre el que me han encargado hacer una pieza ¿Quién coño es?
O aquella chica –hoy prestigiosa profesional- que, cuando no era nadie, me contaba con toda confianza que:
-Tomando el sol en la terraza del apartamento de mi novio me he quemao las tetas, tío. No puedo con mi vida.
O aquel hombre tímido, hoy uno de los jerifaltes de una de las productoras más agresivas y sangrientas de la telebasura, que se puso colorado cuando me lo crucé en un pasillo y le felicité por una exclusiva periodística, sobre cierta dama adicta a los bailarines de flamenco con dos pies izquierdos.
Durante mi último viaje a España, una de esas sombras del pasado subió al mismo vagón de tren que yo y, durante el trayecto Albacete-Madrid, ocupó un asiento a tres plazas del mío. No le saludé. Probablemente no me hubiera reconocido. Ha pasado ya tanto tiempo…Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
La televisión, aquella televisión, fue y es el amor de mi vida. Cuando yo la conocí era un negocio que estaba dejando de ser artesanal. Hoy, los hombres con corbata han oscurecido los organigramas, y la presión sobre los trabajadores de las empresas de televisión españolas es brutal, contrastando con los enormes beneficios que esas empresas obtienen para sus accionistas. Durante el tiempo que pasé en el Mundo Perdido grabé en mi memoria cada centímetro de aquel paraíso del que, no tenía dudas, sería expulsado alguna vez.
La televisión, aquella televisión, era un mundo que aún entendía –aunque poco- de romanticismo. O a lo mejor es que era yo, entonces, el que aún era un romántico.
Hoy es el Mundo Perdido. Para siempre. Porque aquel Paco, y ahora lo veo, tampoco existe ya (quizá afortunadamente)
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