Suite croata: tras las súbditas de los Nassau (Andante Valeroso)

(21 de Julio.-) Quizá por deformación, soy un incansable oyente de historias. Me encanta escuchar a la gente. Y, mientras nuestro mundo se derrumba en este rápido deterioro en el que estamos metidos (guerras por la energía y por el agua, inflación, cambio climático), la voz humana es para mí una música tranquilizadora.
Ayer, aquí en Rovinj, oí la historia de un hombre que, después de tenerlo todo, perdió lo que siempre había dado por supuesto. Un día, en una carretera perdida que cruza una zona boscosa, un ciervo se cruzó en el camino de su flamante Ferrari y, el muy austriaco deseo de no hacer daño al animal, hizo que este hombre tuviera un accidente al que estuvo a punto de no sobrevivivr. Meses enteros para volver a aprender a hablar, a andar, a estrechar una mano. Los gestos cotidianos del amor y del sustento borrados de su memoria por un golpe de volante. Hoy, es una persona que acaba de poner el pie en la cincuentena, moreno, agudo, políglota y siempre reidor. Transmite la paz casi tangible de los que han caido en que se está aquí sólo de paso.
Le acompaña un colega de terapia: un chaval paraplégico de 21 años. Inteligente también, muy observador y muy rápido. Empleado de banca. El chico, originario de Süd Tirol, habla conmigo del retorromano, esa lengua que, en Suiza y en su lugar de procedencia, habla una inmensa minoría de 70.000 almas. El chaval me explica que está haciendo terapia en un hospital junto al mar. Luego, la conversación deriva hacia temas menos serios. Mientras da sorbos a una botella de agua mineral, me participa que sus chicas preferidas son las holandesas. Le gustan esas bigardas espectaculares y frías que pasean su aburrimiento, parsimoniosamente, por el puerto de Rovinj. El chaval les alaba, sobre todo, su apertura mental.
Ayer estaba con unos colegas en el Havana –una discoteca de las cercanías- y nos acercamos a un grupo de holandesas. Hablaron con nosotros. Poco, eso sí: pero con mucha simpatía –se echa a reir- son muy abiertas, de verdad. Porque estaba yo, con mi silla de ruiedas, pero había otro al que le falta un brazo y otro sin piernas –se entristece un poco al recordar- les dijimos que si se venían a otro garito, pero no quisieron.

Del vuelta al hotel, el chaval me explica con naturalidad aspectos sueltos de su vida, y yo me imagino cómo sería la mía en su situación. La verdad, la cuestión me deja bastante pensativo, aunque, estando él, no lo demuestro. Antes de separarnos, el chico me pregunta, disimulando la importancia que la cosa tiene para él:
Y ahora, ¿Qué hacéis vosotros?
Bueno, supongo que domir. Hemos tenido un día muy duro y…-aunque es verdad, me doy cuenta de que a él le ha sonado a excusa. No demuestra, sin embargo, más que una ligera contrariedad.
Bueno, quizá nos veamos más.
-Sí, sí. Claro. Quizá.

Tras las despedidas, se da la vuelta y se aleja en su coche eléctrico gastándole bromas al rico reciclado mientras, a buen seguro, tiene un ojo puesto en los bronceados cueros de las súbditas de los Orange-Nassau.

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