
Como ahora no trabajo más que en las labores propias de mi hogar, tengo que confesar también que he visto uno o dos capítulos del culebrón mexicano con el que la cadena pública española bendice las tardes de los residentes españoles en el extranjero. Se trata de “Destilando Amor” y, a la solvencia normal de los productos Televisa, se le añaden algunas notas curiosas. Como por ejemplo que uno de los directores, ni siquiera el más importante, es el cineasta Arturo Ripstein, que fue famoso hace años entre la tribu gafapasta por su versión de “El coronel no tiene quien le escriba” y por “Profundo Carmesí”. Hoy, después de haber sido asistente de Luis Buñuel, este pobre hombre se gana los frijolitos dirigiendo a unos actores estupendos que se ven obligados a decir cosas como:
“Destilando amor” como su ingenioso título indica, se desarrolla, como todos los culebrones, en un mundo sin historia ni pasado ni futuro ni época fija, pero en el que se produce muchísimo tequila.
Hay muchos licenciados de traje gris cruzado y corbata, y un galán que, siguiendo el canon de los tiempos, guarda bajo la camisa unos hombros elefantiásicos de levantador de pesas, a juego con unos pectorales cuasi esféricos. Dicho portento muscular dice de vez en cuando, mirando a cámara y como si le dolieran los ojos de pollo del pie derecho “Gaviota! Mi gaviotita…” (Hay que aclarar que, la tal Gaviota, es el objeto de sus amores imposibles)
¿Y cómo es la tal Gaviota? Pues una chica que, como decían en el siglo de Oro español, empieza a dejar de ser doncella para empezar a ser soltera. Gaviota es la típica mujer que pregona su bondad a los cuatro vientos y que gasta ondulación tipo sacacorchos y ese tinte de pelo cobrizo que la aproxima a las gringas del otro lado del Río Grande. Por lo demás, ya digo: buena, mustia, y un poco tontucia.
Otra cosa señalabe de “Destilando etcétera” es que, al ser un serial dirigido mayoritariamente al público femenino, las tramas inanes –de esas de un clímax cada tres minutos- están sembradas de galanes, de campo o urbanos, que se quitan la camiseta a la primera oportunidad para lucir unas cachas torneadas por horas y horas de mancuerna. En esto, como en el antiguo mundo de las vedettes, las cachas más cachas son las del galán protagónico, y van en nivel descendiente hasta las normales de chulopiscinas del Licenciadito de turno que pasaba por allí.
También, y al contrario de lo que sucede en los culebrones americanos, las malas son rubias (rubísimas, rubias furiosas), tienen furor uterino, protesis pectorales de silicona modelo Obregón, uñas pintadas de escarlata, y una inclinación natural a hacer el mal. Las buenas tienen el pelo más oscuro –ya que no moreno, al menos cobrizo-, pecho más plano, y son todo abnegación. Además, las buenas tienen una curiosa habilidad para provocar malentendidos de consecuencias catastróficas que las separan de su galán de pecho taurino y corazón en carne viva.
Los hombres, directamente, son bobos o comparsas.
Hay, además, una anciana pía (de facciones indígenas, curiosamente) y la hermana buena del protagonista que sirve de trotaconventos (trotaoficinas con muebles de XXXLutz, en este caso) y un par de lagartas que ayudan a la mala oficial.
Con este panorama (talmente, un cuadro de comedor) la diversión está asegurada para la hora de la siesta. Por lo menos, mi diversión ¡Qué sería de nuestra vida sin los elencos protagónicos y las actuaciones estelares de los culebrones mexicanos!
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