Contando calvos
11 de Agosto.- Creo que puedo hablar por la mayoría de mis lectores españoles (o del sur) cuando digo que, a los españoles, nos encanta pasear. Los austriacos no pasean: van del punto A al punto B, y parece que les entre cargo de conciencia si sus convecinos no les ven con el ánimo ajetreado, demostrando así que tienen muchísimo que hacer, que su tiempo es oro. En los países mediterráneos, el paseo es una institución. Qué hubiera sido de nuestros escritores del diecinueve ( Clarín, por ejemplo) sin ese paseo en el que los protagonistas se encontraban, se miraban, se mandaban reprimidísimos, sutilísimos mensajes de amor. Incluso Gerald Brennan, inglés que huyó de Inglaterra y se estableció felicísimamente en España, documenta esta costumbre celtíbera de andar sin rumbo fijo, despacio, mirando, cotilleando.
He pensado muchas veces en esta costumbre nuestra desde que vivo aquí, e incluso he intentado iniciar a mis amistades transalpinas en el sano hábito del paseo. Pero del paseo ciudadano. Ellos llaman paseo a eso de ir mirando babosas (es la época) o arrancando cardos por el Lobau. Para ellos paseo es la caminata higiénica, el braceo. No se dan cuenta de que el pasear por la ciudad ofrece, para un espíritu inquieto y una lengua con un grado razonable de perfidia, multitud de atractivos.
Los turcos, como buenos mediterráneos, también practican esto. Yo, veo a las familias turcas callejear, y siento enorme nostalgia de mi Madrid natal, de aquella pobreza de recién casados de mis padres, que les llevaba a patearse las calles durante interminables caminatas, vigilando que mi hermano y yo no nos desmandásemos. Durante aquellas largas deambulaciones, mi hermano y yo jugábamos a todo tipo de cosas que nos ayudaban a entretener el aburrimiento. Por ejemplo, a las palabras encadenadas. Teníamos dos especialidades: la primera, consistía en empezar la palabra con la última letra. Esa era relativamente fácil. La otra era la de empezar la siguiente palabra con la última sílaba de la que había dicho el otro. Esta era más complicada y nos gustaba más. La diversión consistía en encontrar la palabra siguiente al ritmo más vertiginoso posible (y sin repetir). Podíamos tirarnos horas así –bueno, quizá no fuera tanto, pero a nosotros nos lo parecía-.
Mi hermano, que siempre ha sido un espíritu inquieto y un punto imaginativo, añadió pronto a esta diversión otra peculiar suya: contar calvos. Parece que le estoy viendo, recién aprendidos los números, caminando por las calles de nuestra ciudad natal, mientras mi madre veía escaparates –diversión habitual del paseo- y, soltando de pronto, beatificamente:
–Doscientos treinta y tres.
Todos en la familia sabíamos que había encontrado un calvo más, y le dejábamos tranquilo. Pero hete aquí que esta diversión tuvo un final abrupto el día en que mi hermano se planteó el siguiente problema (debió de ser, más o menos, al abordar la sexta centena de calvos) ¿Y si he contado alguno repetido? Aquel juego dejó de tener para él su diversión y, como había empezado, aquel censo oficioso de calvos terminó.
Pero sin duda, la ocupación más sabrosa, la que más nos chiflaba, y que seguimos practicando hoy (solos o en familia) era la maledicencia. Es que, en mi familia, nos encantaba criticar. Desarrollamos un sentido agudísimo de la observación –muy útil para otras parcelas de la vida- con el único afán de poner a escurrir al prójimo.
Ibamos andando y, de pronto, decía mi madre por lo bajini:
–Mira Fulanita ¡Qué gorda se ha puesto! –si era conocida- ¡No, si basta ha sido siempre…!
-Más que un bocata´chapa –añadía mi señor padre.
Tengo que decir, culpa nostra, que las pullas más divertidas se las llevaban las pocas gordas que había (entonces) en nuestra ciudad –hoy la obesidad mórbida se ha disparado, pero en mis tiempos la dieta mediterránea mantenía las básculas a raya-; competíamos en encontrar maneras de criticar al prójimo –nunca de forma muy sangrienta– de manera que hiciésemos mearse de risa al resto de la familia. En esto, cada uno tenía su especialidad: mi madre se metía con las tallas XXL, mi padre entraba siempre con un humor pérfido de efecto retardado, mi hermano era rápido y agudo, y yo, contundente. Acudíamos a todos los recursos: a la elipsis, a la reticencia, a la onomatopeya, a la exageración…El caso es que volvíamos a casa sedientos, cansados, con el bolsillo intacto, pero, eso sí, con una pechada de reir en el cuerpo que no nos la quitaba nadie.
Deja una respuesta