Resulta, sin embargo, muy agradable sentir que te echan de menos, y poder hablar sin tener que hacer el esfuerzo contínuo de traducir. Poder utilizar tu idioma con la precisión que implica hacer chistes; un placer poder compartir con otra gente, en vivo y en directo, las mismas referencias culturales. Tonterías como hablar de Cachuli y de la Pantoja, y no tener que explicar que él es un exalcalde de Marbella con cierta propensión a que los billetes de quinientos se le queden pegados a la punta de los dedos, y ella la autora de una receta para hacer el pollo que goza de reputación nacional. Y reirse. Lo que más echo de menos en Viena es reirme hasta llorar de risa. De hecho, mis horas en España han consistido básicamente en reencontrar con mi familia esa rutina.
Porque los austriacos no se ríen como nosotros.
He estado a punto de escribir que no saben reirse, pero seguramente no es así, y yo escribo llevado por mi pundonor patriótico.
El humor es la función más compleja (y menos exportable) del cerebro humano.
Sin embargo, y a pesar de todas estas cosas que inclinan mi ánimo a idealizar España y a sus habitantes, el deber me impulsa a tener presente que el país que dejo no pasa por su mejor momento y que, aparte de estas cosas que hacen la vida más dulce, España aprieta los dientes para entrar en una crisis cuyas consecuencias seguirá sufriendo mi sobrina cuando sea una adulta. Resulta pavoroso el grado de desertización cultural que arrasa los caletres de mis compatriotas.
El embrutecimiento se ceba sobre todo en los más jóvenes, para quienes la vida es un politono (o sonitono) y una fría noche de viernes llena de ruidos tecnológicos y luces progresivas.
Por donde pasan sus Seat León rojos no vuelve a crecer la hierba.
España es una sociedad que venera a los adolescentes en la medida de que son los únicos que no parecen haberse enterado de que la fiesta del consumo, que ha sostenido nuestra economía desde que Aznar ganó la Batalla del Euro, se ha terminado. Y si la superficie está pintada aún con los colores chillones de un plató de televisión, ya se ven los primeros indicios de que el sueño pop empieza a resquebrajarse. Embargos, letras renegociadas, “vámonos de vacaciones que en septiembre ya veremos”. Como si septiembre no fuera a llegar nunca.
Pero septiembre siempre llega.
La economía española ha entrado en barrena y se nota por la calle en la ropa de trapillo, en la bollería industrial, en el griterío de los vendedores de móviles, en las agencias inmobiliarias que echan el cierre o se reconvierten.
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