Nada que ver con mi primer día de colegio, por cierto; que debió de ser un trauma tanto para mí como para mis padres. Lloré como si me estuvieran matando (ya me olía lo que venía). Resulta curioso que, cuando pienso en los comentarios que hacían mis primos más mayores, o en lo que después yo le preguntaba a los niños más pequeños que empezaban la escuela, siempre se daba por supuesto que, el empezar a acudir al colegio era, más que nada, un rito de iniciación. Algo que tenía que doler. Recuerdo haber preguntado “Pero, ¿Has llorado, o no?”. El colegio fue para mí la experiencia de la soledad. Y la soledad, siempre duele.
El otro día estuve con mi amigo C. (tan bueno es su alemán, y tan larga su estancia aquí que ya es más austriaco que español) y con otros amigos austriacos y celtíberos. Y salió este tema, el de la soledad.
Va en las personas, claro. Pero tengo para mí que la gente del sur es mucho más gregaria. A veces, para mal. Entre nosotros tiene la soledad muy mala reputación. Desde la soltería de las mujeres (“A la lima y al limón, tú no tienes quien te quiera/ A la lima y al limón, te vas a quedar soltera”) hasta la soledad en los hospitales. Para todas las cosas de la vida, la gente del sur teme estar sola. Teme enfrentarse sin refuerzos morales a situaciones de conflicto.
No dudo que los austriacos también teman encontrarse sin perrito que les ladre, pero sin duda su actitud es muchísimo más valiente. Por ejemplo, en Viena, hay muchísimos ancianos que viven solos. Que viven solos y que, mientras pueden, se lo hacen todo solos. Ves a las señoras con el andador por la calle, con una cestita colgada en la que llevan la mínima compra, o las medicinas. Mujeres, particularmente, orgullosas de su propia independencia; a las que les gusta cerrar la puerta de su wohnung y sentirse señoras de su propio castillo.
Sin embargo, para decir la verdad, tengo que consignar aquí que la generación joven expresa, en la mayoría de los casos, cierta envidia por lo que ellos consideran una virtud de las sociedades mediterráneas. La estructura social que nos mantiene apegados a la tierra y que, en cierto modo, es el tema de películas como “Volver”, de Pedro Almodóvar. Los defensores de esta costumbre nuestra, que puede llegar a ser muy asfixiante, aducen que en Austria se dan unas tasas de suicidio muy altas y que, quizá, la gente se quitaría menos de en medio si tuviese un hombro en el que depositar las lágrimas.
Una de las consecuencias más evidentes (y, sobre todo al principio) más dolorosas de la inmigración es que uno pierde toda la estructura social que le acompaña cuando está en su país. Padres, madres, amigos, compañeros de trabajo, compañeros de estudio, el tendero que te atiende, el pobre que te pide, el kiosquero que te vende el periódico, todos, desaparecen en un sumidero que te deja desnudo. Frente a frente contigo mismo. Dependiente solo de tus propios recursos. Para quien no está acostumbrado, como fue mi caso, resulta una experiencia sumamente reveladora y, al mismo tiempo, desasosegante. Como si se perdiera a toda la familia en una catástrofe. Poco a poco, hay que empezar a reconstruir el tejido social perdido, a generar lo que te falta. No hay que desesperarse, sin embargo, porque, a poco que uno se ponga, tras la travesía del desierto, aparecen los nuevos amigos y la familia, de todas formas, no se pierde nunca, como parece. Están más lejos, quizá te ayudan de otra forma, pero no se pierde.
Y, en el camino, uno gana lo que aprende de sí mismo.
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