La ciudad, desde mi balcón, toma una consistencia terrosa, gris; las nubes corren hacia el horizonte y, en Radio Arabella, suena From me to you, de los Beatles. No sé por qué, me acuerdo de una noticia que escuché el otro día en el coche de un amigo, volviendo del aeropuerto de Schwechat. Informaba el atónito locutor de que, durante la noche del sábado al domingo, se registró un terremoto en el distrito 23 de Viena (cruzando el Danubio). Las autoridades, alarmadas y extrañadas por semejante movimiento sísmico, tan poco típico de Austria, tuvieron que esperar a la mañana siguiente para averiguar la causa. El atónito dueño de un vivero se despertó y, al mirar por la ventana, se encontró con un cráter de 14 metros de diámetro (catorce metros, sí) que había provocado una bomba de 500 Kilos (sí, quinientos) que había estallado, por causa del azar, justo aquella noche, debajo de su negocio. Inmediatamente llamó a la policía.
Las afueras de Viena están llenas de artefactos defectuosos de este estilo –también algunas zonas de Madrid, sobre todo las que rodean la Ciudad Universitaria- y, de vez en cuando, dan algún susto.
En el Prater, en las cercanías de la ermita de Maria Grün, en primavera, los cráteres de las bombas de la Segunda Guerra Mundial todavía son reconocibles, y se alfombran, como los restos de un pecio debajo del mar, con plantas de Bärlauch y, llegado el caso, con olorosas violetas.
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