Schlosshoff
2 de Octubre.- Para compensar un poco la racha de pesimismo de ayer, aquí cuelgo estas bonitas afotos que hice el otro día en Schlosshoff. El chabolo en cuestión perteneció al Príncipe Eugen de Saboya, que fue este señor que repelió a los turcos cuando cercaron Viena y, a cambio, gozó toda su vida de la gratitud general. El príncipe era inmensamente rico y poseía también en Viena el castillo de Belvedere (lugar en donde, hoy en día, están expuestos los cuadros más famosos de Klimmt y en donde se firmó el tratado que dio origen a la república austriaca). Como nota curiosa, decir que el príncipe Eugen, que guerreó tanto, cumplía a la perfección aquello de ser “chiquito pero matón“; según su armadura que se guarda en el Museo del Ejército de Viena, el Arsenal, el bueno de Eugen no debía de medir más de metro y medio. Así que, para subir al caballo, necesitaría escalerillas, seguramente.
A lo que yo iba: el domingo quise yo librarme de la cosa electoral y estuve con unos amigos visitando la zona del Marchfeld. La curva del Danubio con uno de sus afluentes hace de frontera entre Austria y Eslovaquia (por cierto, una birria de frontera que ni parece frontera ni ná de ná, pero por cruzarla, en tiempos del telón de acero murieron más de uno y más de dos).
El Marchfeld es una fertil llanura regada por el Danubio y, en ella, a un tiro de piedra de Bratislava, se encuentra el Schlosshoff.
El otro día, se celebraba una feria de la cosecha, en la que, entre otras cosas, se podía ver un desfile de tractores de diferentes épocas (lo sé: un planazo total, pero molaba ver a los vejetes sobre sus antiguos cacharros de los años treinta). La gente, como puede verse en esta foto, iba vestida con su traje típico.

El castillo está muy restaurado (aunque hay cuestaciones como la de la banderita para restaurar lo que va quedando) pero, por dentro, debo decir que está bastante vacío. Los rusos lo tomaron durante
la guerra mundial última, y lo dejaron hecho un solar. Para triste recuerdo de estos hechos, el estado austriaco ha dejado una habitación tal cual la dejaron
las tropas bolcheviques y, la verdad, da miedito.

Un pasillete en el que se exponen un par de maniquíes con modelos del esplendor del castillo, allá por el barroco. No son los únicos vestidos expuestos. Hay algunas piezas de época que son curiosísimas de ver y que te hacen alegrarte de la evolución de la moda, que nos ha hecho a todos más libres.

La sala que da acceso a los bonitos jardines del castillo. También sencilla, acorde con los gustos del príncipe Eugen.

Una de las esfinges del jardín, risueñas, y clavaditas a las del Belvedere.

Los jardines, como se puede ver en esta foto, están bastante restaurados. Hay, sin embargo, dos cascadas que la historia se ha cepillado y que el estado austriaco va a restaurar. La broma costará tres millones de eurazos para
la cascada grande (de tres escalones) y millón y medio para la pequeña. Estará lista la cosa
en el año 2012.
Aquí una górgona.

El príncipe Eugen era un hombre amante de los placeres de la buena mesa y, por ello, se hizo construir este invernadero que se llama
la orangerie (se conoce que porque, en él, se plantaban naranjos, protegidos por las cristaleras del inclemente invierno de esta zona del mundo). Cuando hace bueno, mola mucho pasear por esta zona del castillo.

También hay diversiones para los más pequeños, incluso un pequeño zoo con camellos blancos y yamas. Los chavales pueden incluso jugar con
las ovejitas. Un pequeño rebaño puesto para que los infantes sepan de dónde sale la materia prima de los jerseys.

En la fiesta de la cosecha había puestos en los que los diferentes rincones de Austria mostraban sus productos típicos. Que si su speck, que si su vino, que si su cerveza…Yo, me embaulé un par de
salchichas de Frankfurt. Porque a mí la cultura me da un hambre que no veas.

También fue excusa esta fiesta de la cosecha para que el público pudiera ver cosas que normalmente le están vedadas, como las antiguas
cocinas del castillo en las que uno puede imaginarse productos de la tierra, del mar y del aire listos para ser cocinados. Ya se sabe: pájaro que vuela, a la cazuela.

¿Y qué sería el otoño sin
las calabazas? Si hay hasta de distintas especies. Había incluso degustaciones de las diferentes posibilidades que hay de preparar tan sabrosas cucurbitáceas. Vamos, que después de las salchichas de Frankfurt, pues no hubo más remedio. El deber es el deber.

Y aquí se acaba este recorrido por el Schlosshoff, con el sol del atardecer otoñal. Espero que os haya gustado.
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