En honor a la verdad,ya venían viéndose señales de unas semanas a esta parte. Que si el graznido intempestivo de los cuervos, que si el aire traslúcido y húmedo de las mañanas, que si un aroma a leña quemada colándose por la casa y dándole de pronto algo del ritmo transhumante de un campamento de gitanos. Pero hoy ha sido el primer día en que el otoño se ha sentido en el aire, asentándose por fin como un invitado que tuviera intenciones de quedarse.
Como suele suceder anualmente en días como este, en épocas inciertas, como esta, hoy me he encontrado con muchos locos sueltos por el metro y los tranvías.
Este fenómeno merece una explicación: los locos vieneses disfrutan del exterior cuando el tiempo juega a favor de los humanos y tienden a refugiarse bajo la tierra cuando entra el fresco. Y así, camino de Schottentor, una mujer de mediana edad la ha emprendido a improperios primero, con una papelera y luego con tres caballeros trajeados que se han subido al tren en la parada del Ayuntamiento. Se conoce que, como era una loca conservadora, identificaba a todo individuo trajeado con agentes del perverso Faymann (líder de los socialistas austriacos); y así ha puesto a caer de un semoviente a las madres de aquellos señores con los argumentos más peregrinos.
Los trajeados no le han hecho el menor caso a la loca que, como un perro viejo y desdentado, ha ladrado inutilmente sus insultos hasta llegar a Schottentor (tres estaciones, si no recuerdo mal). Yo la he obsrvado por el reflejo de mi ventanilla, con sus ojos hoscos y duros, su figura monolítica, las facciones endurecidas por un rencor sordo. Llevaba puesta una gabardina y unos zapatos de medio tacón, negros, con unos calcetines gruesos de tenis; estrujaba contra el vientre un bolso oscuro, barato, que sujetaba con unas manos grandes y callosas.
A la vuelta, en el Opernpassage me he topado con un chico joven, vestido con lo imprescindible (una camisa celeste abrochada hasta el cuello, un pantalón gris de verano, de los que en mi infancia se llamaban “de mil rayas”, unas zapatillas de andar por casa). Ha pasado por mi lado cargando con una bolsa grande de T-Mobile con lo que, supongo, era su único equipaje para afrontar los fríos: algunas camisetas, una camisa arrugada de manga larga. Tenía un rostro hermoso que la demencia había vaciado cruelmente. La frente alta, la nariz recta, los ojos de un azul inconmovible y glacial, y una barba rubia y rizada que le daba el aspecto de un burgués del diecinueve que tuviese problemas con el láudano.
Un drogata de los que encuentran refugio en el pasaje, se ha reido de él. Tenía una mancha de nacimiento en la cara, y una de las pupilas, la izquierda, glauca.
Me he acordado de que, una vez, yendo por la calle, en Madrid, durante una hora de siesta silenciosa y otoñal, también un loco, en la calle Preciados, se paró a mi lado y en voz alta y clara de alucinado dijo una frase cuya procedencia no he podido encontrar, a pesar de haberla buscado:
-¡Hasta las tumbas se abrirán pidiendo guerra y venganza!
Pocas cosas me suscitan tanta compasión como las enfermedades mentales, los códigos misteriosos que el cerebro adopta cuando está enfermo o, simplemente, escucha un tambor diferente de los que oimos el resto. La locura es para mí un misterio terrible y fascinante ¿Quién son esas personas que no saben lo que son?
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