Nuestra relación es curiosa porque, a pesar de tener cierto conocimiento de nuestras vidas respectivas, no nos hemos visto en persona (desgraciadamente) más que estas dos veces. Así son las amistades que se forjan por internet. En el momento del encuentro, recibes ese impulso de calidez que identifica a la gente con la que te sientes cómodo y seguro. Por unos instantes, el cerebro busca inútilmente recuerdos de aventuras universitarias, vacaciones comunes, películas vistas en compañía, libros comentados frente a una cerveza, y se extraña al no encontrar nada. Al principio resulta un poco merkwurdig, pero después de media hora, parece que has compartido con esas personas todas esas cosas. “Habré olvidado algo”, piensa el cerebro, y deja de molestar.
En mi caso, esa primera media hora la he consumido casi totalmente en jugar mentalmente a cuadar el aspecto físico de mis primos con sus voces. Y no he tenido dudas de que existe una correlación entre la mirada curiosa y sagaz de Mar y la voz cariñosa de su blog, en donde todas las delicias del paladar y de la vista tienen su acomodo. También es así en el caso de Toni, que emana la misma paz, la misma atención despaciosa y comprensiva que se transparenta en sus textos y en sus fotos.
Por cierto que, esta vez, al haber en la reunión un aborígen, he tenido ocasión de notar que el alemán de los dos es mucho mejor que el mío. Mucho más hermoso y preciso.
“Paco, me he dicho, te tienes que poner las pilas”.
Como la ocasión lo merecía, nos hemos dado un homenaje en forma de brunch en el Amerling Beisl de Mariahilf.
Bajo la fresca influencia del emparrado y en la distraida proximidad de una asamblea de miembros del KPÖ, nos hemos puesto las botas al ventajoso precio de 10,90 por persona. Justo antes de que el local se llenase de parejas jóvenes con niños, por cierto. Ya se sabe: a quien madruga, Dios le apoya.
Después, hemos aprovechado el sol dominical para darnos una vuelta por el Leinzertiergarten, que ya ha salido alguna otra vez en este blog. Allí hemos disfrutado de los colores del otoño, y hemos tenido ocasión de admirarnos de la insólita vitalidad de los cachorrillos aborígenes, así como de la beatífica sonrisa de los creyentes en las energías de la tierra, que se abrazaban a los troncos añosos de los árboles.
En una taberna del corazón del parque, rodeados de una multitud bulliciosa de paseantes domingueros, nos hemos tomado unos mostos. Nos los ha servido una mujer grande, casi anciana. Las manos heladas por el contacto con los grandes botellones de vidrio verde, puestos a enfriar en cubas de plástico llenas de agua. Cuando la mujer estaba vertiendo el mosto dulzón en los vasos, le ha tendido a Toni una botella de Vösslauer (agua con gas) y le ha dicho algo como:
-Podría usted ayudarme, ¿No?
Toni ha llenado los vasos mediados de mosto con agua. De todas maneras, la mujer no ha quedado satisfecha y, como el maestro que corrige los pequeños errores del discípulo, ha echado agua en los vasos hasta igualarlos con matemática precisión. Luego, ha cogido una calculadora de plástico gris y, con los mismos dedazos que debieron tener sus abuelas, las taberneras frescachonas que le vendían vino a los soldados romanos acantonados en la remota guarnición de Vindobona, ha calculado cuánto le debíamos.
Cuando Toni y yo hemos reunido el importe me ha dado a mí las vueltas.
Las monedas de cobre estaban húmedas.
(Chicos: me ha encantado veros. Espero que no vuelva a pasar un año hasta la próxima vez que será, quizá, en Salzburgo. Cuidaros mucho).
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