Para mí, Ainara, no caer en la frivolidad (al menos voluntariamente) es una de las claves para empezar a convertirse en una persona respetable (respetable sobre todo para uno mismo, que es uno de los respetos más difíciles de conseguir, aunque parezca una paradoja). Tratar siempre de juzgar a las personas y a las circunstancias tan despacio y con tanto cuidado como quisieramos que nos juzgaran a nosotros, no prometer nunca nada que no se esté dispuesto a hacer, no tener arrancadas de caballo y paradas de burro; procurar no revelar secretos que puedan dañar a otros, tener cuidado de lo que se dice (esa cosa tan difícil para mí, por ejemplo). Porque, como tu abuelo dice siempre:
Desgraciadamente, la frivolidad ejerce un gran atractivo sobre los que no están avisados de sus peligros. Sabe vestirse de ropas aparatosas y espectaculares, sabe engañar a los incautos con vagas promesas de felicidad sin esfuerzo y de amor sin espinas. Promete una solidaridad que dura lo que dura la foto: como esos programas maratonianos que se hacen en navidad para recaudar fontos y ayudar a los tacaños a calmar la conciencia hasta el año siguiente. La frivolidad habita, desgraciadamente, en la política, encenagándola de grandes gestos analfabetos, de palabras huecas de escayola y papier maché que no sirven para nada, cuya eficacia dura lo que dura su eco. La frivolidad se encuentra a gusto en el efectismo de la información, en los bulos que destrozan las vidas de las personas de manera irreparable, convirtiéndonos a todos en monigotes de plástico, degradándonos a todos cada día un poco más.
Procura, Ainara, eso tan difícil que es pasar por las cosas sucias sin mancharte. Procura que tu palabra valga exactamente lo que cuesta. Procura, Ainara, ser una mujer de bien.
Un beso de tu tío.
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