De un tiempo a esta parte hay un momento de mi vida al que le he dado vueltas con frecuencia. Se trata de un día de este mes de mayo pasado en el que, junto con M. y mi amigo X. hice un trepidante paseo en bici desde el centro de Valencia hasta la playa de La Malvarrosa. Una vez allí, nos comimos una paella. Luego, mientras la tormenta embalsamaba (y enfriaba) el aire, una mujer vino a conocernos en un encuentro que, por diferentes razones, resultó irrepetible para los cuatro. Después, volvimos en bicicleta –llegamos tarde, las bicis eran de alquiler- y después de cenar en un restaurante, X. y yo paseamos largamente hablando de esa clase de cosas que no se pueden tratar por teléfono.
¿Por qué me obsesiona ese día? Muy fácil: porque durante aquel tramo de apenas doce horas fui absoluta, pacífica y redondamente feliz, y no estoy seguro de si realmente me di cuenta en ese momento de que lo era.
Durante los meses que han pasado desde entonces, aquellas dulces horas en compañía de esas tres personas, me han venido repetidas veces a la memoria. Insistentemente.
Todos los pormenores de aquel día, hasta los más pequeños, han pasado por delante de mis ojos. Cumplidos, precisos y, sin embargo, tan desasosegantes. Cada vez que he tenido delante de mí un día de benéfica normalidad, uno de esos días aburridos que, a primera vista, forman la obra muerta de una vida, me he acordado de aquel rutilante paseo en bicicleta, de aquel baño de mar. Y he sentido que quizá algún detalle se me estaba escapando.
Deja una respuesta