Mi relación con el español ha sido siempre de rendido enamoramiento. Amo mi idioma con una pasión ciega y juguetona. Desde niño, he sido víctima de una fruición golosa por saber cómo se llaman las cosas. Las palabras tienen para mí peso, consistencia, perfume, están enraizadas en las más íntimas capas de mi subconsciente. Las colecciono y las atesoro. Es muy antigua en mí la creencia de que, si bien Dios no me dio un cuerpo ni más ágil ni más fuerte que la media, mi relación con el lenguaje puede compararse con la eficiente que un atleta bien entrenado tiene con su instrumento de trabajo, o con la de un bailarín que, sonriendo, es capaz de ejecutar los pasos más difíciles sin delatar el esfuerzo que le cuesta.
Pues bien: en alemán me tengo que olvidar de todo eso, porque solo soy capaz de construir frases torpes, oscuras, prefabricadas, en el límite agreste entre la corrección y lo salvaje. Me veo reducido a un paso renqueante, y eso me pica el orgullo. En plata: me jode mogollón.
Tengo que decir también, después de esta confesión pública de exorbitante vanidad, que el alemán es un idioma pedregoso e ingrato. Una lengua desagradecida en la que se tarda muchísimo en poder expresar conceptos de una complejidad mediana ¡Cómo echo de menos el francés, sobre el que me deslicé de adolescente como sobre una nítida pista de hielo! ¡Qué tiempos aquellos del inglés, cuya sencilla gramática fue para mí fuente inagotable de contento! Cuanto más avanzo en el alemán, tengo la sensación de que sé menos. Me adentro en una selva abstracta que funciona con unas reglas muy estrictas (esa puntuación, esas preposiciones) que me siento incapaz e descubrir.
Mi profesor, el pobre, no tiene la culpa de que yo sea un zote. Eso me digo por lo menos cuando el cabreo aprieta y me entran unas ganas incontenibles de arrancarle, uno a uno y lentamente, los pelos de las orejas.
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