
Esta señora, de acendradas creencias religiosas, ya fue la autora de una biografía de la soberana que, bajo el título La Reina, publicó Plaza y Janés en aquellos tiempos del cuplé. A su vez, este libro era la respuesta al libro El Rey que, en su momento, la misma casa publicó también con la firma de Jose Luis de Vilallonga.
Vilallonga no le tenía mucha simpatía a Pilar Urbano –en sus memorias dice que deja a la Reina Doña Sofía “a la altura de una maruja de Chamberí“-; sin embargo yo leí el libro sobre la reina porque tengo que reconocer que Pili me entretiene de la misma forma que Vilallonga lo hacía. Jamás tiene uno que leer dos veces la misma frase para sacarle el sentido.
Es la literatura All-Bran: tal cual entra, así sale.
Es comprensible que el libro de Urbano (La Reina) fastidiase a Vilallonga que era, dentro de su estilo, muy partidario de elevar el nivel de los personajes a los que retrataba. En sus memorias, el Marqués de Castellvell reconoce sin pudor que, muchas de las entrevistas que hizo (algunas a personajes famosos, pero de pocas luces) estaban aliñadas con citas célebres sacadas de esos libros que se tienen en el baño para esos momentos en los que la prioridad es la relajación intestinal.
Urbano en cambio contagia a sus personajes (el juez Garzón, Mohammed Atta, la Reina Doña Sofía) de la grisura de peluquería del Barrio de Salamanca que ella misma exuda, y que la hace llamar “aeromozo” a lo que, de toda la vida, se ha llamado azafato. Y es que la ultracorrección puede ser también una de las formas del mal gusto.
En su último libro, La Reina de Cerca, Pilar Urbano pone en boca de la soberana una serie de opiniones con sospechoso aroma a sacristía. No sería extraño que la Reina, una señora septuagenaria, opinase en privado según qué cosas (como no sería extraño que, entre sus aficiones, estuviera ver “Sin tetas no hay paraiso”); lo raro es que una mujer que se ha caracterizado hasta el momento por el bajísimo perfil de sus manifestaciones públicas haya aprovechado el principio de su octava década de vida para despacharse sobre lo humano y lo divino, como si el mundo se fuera a terminar mañana por la tarde.
A primera hora de ayer, las redacciones quedaron inundadas por unas palabras en las que la soberana, utilizando unos diminutivos de catequista, expresaba su desprecio por los jóvenes que habían quemado fotos suyas en Barcelona, o por los caricaturistas que habían dibujado a su hijo y a su nuera en pleno intento de conseguir la subvención que el gobierno da a quien traiga un españolito al mundo para que se le hiele la sangre. En contra de su habitual actitud de geisha y, como dicen los franceses, en dépit du bon sens, la Reina hacía sarcásticos comentarios –que han levantado ampollas- a propósito de los gays que celebran su desfile reivindicativo anual, poco menos que animando al personal a que se echase a la calle para celebrar el Orgullo Machote y la jornada del Rosario en Familia.
No tendría nada de raro que la Reina tuviese, en privado, estas opiniones, pero repito: lo que a mí me ha rechinado muchísimo es que hubiera dado su beneplácito para que se publicasen.
Por la tarde, tras la presentación oficial, vinieron los desmentidos de la Casa Real.
¿Mala política de comunicación? ¿Retroceso brusco ante el revuelo causado? ¿De verdad se leyeron el libro antes de dar un placet, o se lo entregaron a un becario que pasó mucho?
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