Yo creo que mi fascinación por la ropa viene de la época en que, como ya conté, mi madre se apuntó a una escuela de corte y confección para “enseñarse” a coser. La academia estaba en un piso normal, de nuestra calle, y la dirigía una mujer que respondía al prototipo que he descrito más arriba. Atendía por Jaci. Bueno, no. Si dijera esto, estaría faltando a la verdad. A esta mujer todo el mundo la conocía por “la Jaci”. El diminutivo venía porque supongo que a ella Jaci le parecería más fino que Jacinta, un nombre, si bien se mira, como de ternera feliz. Y el artículo porque todos en mi infancia llevábamos el nuestro correspondiente. Una especie de atentado contra la gramática que, aún hoy, distingue para mí a los “de casa” de toda la vida. Mi madre es y será “la Isabelita” desde tiempo inmemorial, mi hermano “el Sebas”, y este que está para servir a Dios y a usted, “el Francis”. Bueno, que me voy por las ramas: sigo.
La Jaci enseñaba a coser sobre papel pinocho, para no gastar tela. Y ella, que seguramente habría sido una aprendiza apañada, sabía hacer auténticas virguerías de este humilde material. La que no se apañaba (mi madre, por ejemplo) siempre podía hacer su bautismo de fuego con un retal barato cualquiera. Todas las mujeres se confesaban nerviosas llegado este momento, pero la Jaci les quitaba los remilgos esgrimiendo unas grandes tijeras de sastre color plata vieja, que son uno de los objetos que a mí más me han fascinado en mi infancia. Las mujeres cosían sentadas en sillas (cada silla de su padre y de su madre) que estaban pegadas a la pared de la habitación, dejando un espacio central en el que, a veces, jugaban los niños más pequeños. Era la manera más fácil de hacerse con un par de ojos más expertos si alguna se atascaba en un momento dado y también, claro, la posición más cómoda para chafardear. En una esquina de la habitación –que yo recuerdo pequeña, así que tenía que ser minúscula- había un maniquí descabezado del que colgaban cuatro patrones pegados con alfileres y, si la memoria no me falla, desperdigados por las paredes había un puñado de retratos de los guaperas del momento. Pudiera ser, aunque ahora no pondría mi mano en el fuego, que uno de ellos fuera Agustín Pantoja. La radio, como digo, siempre estaba puesta mientras las mujeres cosían y contribuía a crear un ruido fluido y cambiante, que se mezclaba con las conversaciones.
Todos estos recuerdos, y alguno más, me trae a mí la radio de mi trabajo, todo el día puesta emitiendo éxitos de los ochenta.
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