Así estaba la calle ayer, a las dos de la madrugada, cuando llegué a casa rendidito de bailar
Bist du Teppat! (*)
(*) Exclamación aborigen de entusiasmada sorpresa que lo mismo quiere decir Qué fuerte! que Qué pasote!
23 de Noviembre.- Hace cosa de un mes recibí un sobre grande. Lo abrí pensando que era una felicitación precoz de navidad, pero en su lugar encontré un tarjetón de color vainilla que te hacía pensar en la invitación que Cenicienta recibió para el baile del príncipe azul. Era de un amigo al que conozco desde que estoy aquí. Me invitaba, efectivamente, a la celebración de su cumpleaños. Pedía confirmación por teléfono o correo electrónico e incluso especificaba, como está mandado, qué estilo de ropa había que llevar (gracias a Dios, ningún disfraz). “Smart Casual”, ponía. O sea: “arreglao, pero informal”.
-¡Qué granuja! –dije yo para mí en el descansillo- esto es tener glamour y, lo demás, un anuncio en el GQ.
Naturalmente, contesté de manera ipsofacta que aceptaba la invitación –a este amigo le veo yo muy gerne-. Metí el tarjetón debajo del ordenador y me olvidé hasta ayer.
Mientras tanto, me llegaron rumores de que a la fiesta iban, además de mí, otros 170 invitados.
“Bah, no será para tanto. La gente, macho, es que es de un esagerao que tumba”.
Aunque también pensé que quizá mi amigo, que cumplía una cifra redonda, se había dado el gusto de cerrar un restaurante.
Total, que ayer me puse “el pantaloncito estrecho y la camiseta de los conciertos” (además de un abrigo, porque hacía un bris que cortaba el pis) y me dirigí a la dirección que indicaba la tarjeta. Cual fue mi sorpresa cuando descubrí que no sólo se trataba de un domicilio particular sino que, además, se trataba del domicilio particular de mi amigo (un edificio antiguo, céntrico, frente a una de cuyas fachadas he esperado yo el tranvía cienes y cienes de veces). Mis acompañantes y yo cogimos el ascensor y subimos al último piso.
-Y este hombre, ¿Dónde leches vivirá?
-Keine Ahnung, pero nos podemos guiar por el ruido.
Y así, siguiendo el algodonoso murmullo de las conversaciones, llegamos a la puerta de la casa (en la que yo no había estado nunca, por cierto). A la puerta, dos invitados colgaban sus abrigos en una burra –perchero largo- y, por aquí y por allá revoloteaba un pequeño ejército de camareros vestidos de negro riguroso, que sonreían como sólo lo hacen los camareros de los restaurantes caros. Total, que sin reponernos de la sorpresa, pero sin calibrar aún del todo lo que nos aguardaba, entramos en la casa dispuestos a encontrar a mi amigo. Habría, efectivamente, unas doscientas personas. Saludando a conocidos más o menos lejanos atravesamos un salón y luego otro, y otro, hasta llegar a la escalera, que subimos para encontrarnos con otro salón y otro tramo de escaleras. Llegados a este punto, un alma caritativa (un señor barbudo y jocoso) nos hizo una seña indicándonos que el homenajeado estaba aún un piso más arriba. Y allí le encontramos, en un cálido invernadero sobre cuyos cristales, por fuera, se amontonaba la nieve silenciosamente. Tras saludos, felicitaciones y entrega de regalos, el homenajeado nos hizo los honores repartiéndonos una cerveza a cada uno, y luego nos dejó no sin recomendarnos que nos lo pasaramos bien. A mí me dio la risa floja, como siempre que me pasan estas cosas (no es la primera vez) pero tampoco le di más importancia a la cosa. La riqueza ajena hay que verla con naturalidad, porque no es más que un accidente. No hay que dejar nunca que lo material se interponga entre nosotros y las personas.
Bailé, eso sí, hasta las mil; y disfruté de unos quesos franceses que se deshacían en la boca. Todo a la salud de mi amigo que, qué caray, es un tipo cojonudo y se merece tener un casoplón como el que tiene y mucho más.
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