Mientras veía las fotos me he acordado de un comentario, inocente por lo demás, que hace dos semanas hizo uno de mis visitantes españoles.
En Austria hay dos maneras de saludar: se dice “Grüß Gott” (algo como “Con Dios”, sería literalmente) y se dice “Grüß dich” (¿”Te saludo”?) también. La primera opción es apropiada para contextos formales y, la segunda, para saludos entre amigos o familia.
Al notar la diferencia (aunque no la causa) uno de mis visitantes preguntó si la primera opción es la católica (por aquello de meter a Dios en el ajo) y la segunda la opción laica. Y yo, que afortunadamente, vivo lejos del sorprendente modo de ver las cosas que ha empapado todas las capas de la sociedad española, sufrí un cortocircuito mental.
Comentando el hecho con otro español residente en Viena, cuyo nombre mantendremos en el economato, coincidimos en la sorpresa de constatar que, a pesar de que el hecho religioso (católico, particularmente) está muchísimo más presente en Austria que en España, aquí la iglesia no se siente en la necesidad de organizar actos como el de la Plaza de Colón.
Viena está llena de iconos religiosos (no hablemos del campo) la misma columna de la peste en el Graben, las hornacinas con vírgenes que hay en cada cruce de calles, o las innúmeras imágenes de San Juan Nepomuceno que hay en cada puente (una de ellas en el Museums Quartier) y a nadie se le ocurriría pedir la desaparición de estos símbolos porque ofenden a los no creyentes.
¿Qué está pasando? Lanzo la siguiente reflexión: en primer lugar, yo creo que la Iglesia está siendo víctima de una serie de fuerzas que nada tienen que ver con el hecho religioso. No hablo ya de las luchas (en último término comerciales) de la emisora de radio que poseen los obispos. El hecho es que el deterioro que padecen las instituciones tradicionales ha salpicado de lleno a la iglesia católica española que ve como sus áreas de influencia se van reduciendo peligrosamente (influencia significa también financiación).
Por otro lado, las opiniones que el papa actual sostiene (y que, por tanto, sus representantes en España se ven obligados a sostener) están a años luz de lo que la gente de la calle piensa y de lo que los mismos católicos, salvo los de alas más conservadoras, observamos en nuestras vidas. Hoy por hoy, por ejemplo, dudo muchísimo que los católicos controlen el número de niños que traen al mundo por un método tan engorroso como los que nos enseñaban a nosotros (ya sin fe) en las clases de religión del insituto.
Esto, además, está haciendo que los cuadros de la iglesia católica (de la cúspide para abajo) estén envejeciendo hasta un punto que está haciendo difícil encontrar reemplazos para los sacerdotes que, por ley natural, se van muriendo empapados de nostalgia de tiempos pasados (no necesariamente mejores).
Por último, aunque no menos importante, la lucha entre los dos partidos políticos principales en España, empeñados de convencer a todo el mundo de que son diferentes cuando, en realidad son lo mismo, ha pillado en medio a la iglesia católica que, incapaz de reaccionar, ve resignada cómo se airean sus trapos sucios de aquellos tiempos en los que, olvidando la muy evangélica máxima de la otra mejilla, apoyaba a gobiernos peligrosamente totalitarios que no dudaban en cepillarse al prójimo de la manera menos caritativa.
Un colectivo acorralado, sea el que sea, y hoy la iglesia católica española lo es, se ve en la necesidad de organizar manifestaciones en las que sus componentes descubran que no están aislados. Nada enardece más. Sin embargo, si la iglesia no rectifica en algunas de sus posiciones y se acerca más a la sociedad (aunque es incuestionable lo que la iglesia hace en términos de atención a pobres y a enfermos) está condenada a desaparecer.
Benedicto XVI no se da cuenta de que la religión de los faraones era mucho más antigua que la nuestra cuando cerraron los templos. Hoy sus imágenes son piezas de museo.
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