El mundo estaba acostumbrado a un poder fuerte e indudable. La pax americana (acompañada de una pax económica que lo hacía todo mucho más fácil) nos había acostumbrado a que la vida fuera un camino de consecuencias agradables y Occidente una tranquila pecera en la que los papeles estaban cuidadosamente repartidos. Sin embargo, Estados Unidos se hunde hoy en un marasmo financiero en el que cada día es un titular y en el que cada titular es un susto (ya te lo contaba yo en una de mis cartas de octubre). En el río revuelto pesca gente con pocos escrúpulos.
Uno de estos pescadores de aguas turbias es Vladimir Putin que, en un país (Rusia) acostumbrado a la autocracia por décadas de cruel dictadura, no ha tenido ninguna dificultad en imponer un estilo de poder que une, a lo escueto de sus principios morales, lo agresivo de sus términos. Un poder tan viejo como el mundo que parece estar grabado, por desgracia, en lo más profundo de nuestros cromosomas.
El estilo Putin de hacer las cosas contrasta sobremanera con el de sus vecinos de una Unión Europea claramente sobredimensionada y con unas estructuras de decisión penosamente burocráticas, dudosamente participativas y, visto lo visto, poco, pero muy poco eficientes.
Todos estos largos antecedentes para explicarte, sobrina, que amparado en una disputa de presunto carácter local, Putin ha cerrado el grifo del gas natural a la parte este de la Unión, casualmente compuesta por los antiguos paises del bloque comunista (hoy párvulas democracias que han llegado un poco tarde la fiesta de la Unión). El mensaje es claro: Putin quiere una Unión Europea dócil y pretende demostrarle (por si acaso) quién lleva los pantalones en lo que será la madre del cordero durante el siglo de tu vida: la energía.
Nuestra vida, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, desde nuestros pulmones hasta las bombillas que nos alumbran, se basa en la combustión. Quien controla el combustible, controla la vida.
La UE (sector este) es dependiente energéticamente de este nuevo gigante que aspira a imponer su férula en un área de influencia cada vez mayor. Y mientras el gigante actúa a golpe de hechos consumados (¿Cómo no recordar a los terribles dictadores del siglo XX?) la UE se pierde en labertíticas discusiones sobre el sexo de los ángeles o en las pataletas inútiles de quien sabe que lo tiene todo perdido.
El panorama, como ves, no es alentador. Pero queda una esperanza remota. Si la Unión Europea aspira a ser el espacio de progreso y democracia que sus fundadores decían desear, sus gobernantes deberán esforzarse en lograr una revolución que puede cambiar el rostro de la humanidad y, sin duda, evitar que cambie de manera trágica el rostro del planeta: hay que apostar, sobrina, por la democratización de la energía y la inversión en formas de ella que sean renovables y limpias. Si la humanidad quiere sobrevivir doscientos años más deberá ponérselo difícil a tipos tan dudosos como Putin o Hugo Chávez que, hace semanas, y comprendiendo que las raíces de su poder se hunden en el oro negro, se sindicaron en un cártel que pretende perpetuar su influencia en un mundo que se mueve aún con las fuentes de energía que propulsaron la revolución industrial.
El mundo, sobrina, como ves, se está moviendo (y no para bien). Quizá cuando leas esto podamos ver más las consecuencias.
Besos de tu tío.
(Y perdón por esta carta tan densa, que quiere tratar en poco espacio de tantas cosas importantes).
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