Como fondo de unas imágenes de archivo de aquel Madrid de mediados de los setenta, la voz de Carrillo explicaba que, en París, lo que más había echado de menos había sido “la calidad del sol”. La luz del astro rey en Madrid es diferente (naturalmente, la latitud es distinta) y, aparte de que el sol madrileño calienta más y digamos que tiene un resplandor digamos más decidido que el de Centroeuropa, resulta en conjunto un bien mucho menos escaso.
Cuando yo era pequeño y vivía en España siempre iba por la sombrita y el hecho de “tomar el sol” me parecía un placer propio de abuelos. En 2006, cuando un aborigen me propuso comer en su terraza a una temperatura de seis grados, al grito (y no exagero un pelo) de que “hacía un sol espléndido” pensé que estaba de coña. Pensaba también que eran unos flojos los aborígenes que, para consolarse, se gastaban una pasta en lámparas de luz de espectro completo (las mismas que se usan en los supermercados porque enseñan los colores naturales de la comida); y creía que estar melancólico por falta de sol era de gente con el ánimo más delicado que el pellejo de las brevas.
Pero es que, entre unas cosas y otras, llevamos más de un mes sin dos días seguidos de solete, y la verdad es que el cuerpo me pide a gritos que brille la luminaria que, según el Génesis, Yahvé colgó de la bóveda celeste para separar el día de la noche. Ayer, viendo un documental sobre Brasil (vistas aéreas de ríos verdes centelleando al sol tropical) sentí en el pecho una hondísima nostalgia del sol, de la suave brisa de la primavera, del verdor.
¿Estaré grave?
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