Como veteranos de una guerra que se libra sin saber, tu padre y yo todavía contamos anécdotas de aquel lugar en el que se fabricó la primera versión de lo que somos hoy en día. La otra tarde, sin embargo, un niño austriaco hablaba de su colegio (no había podido ir a clase durante una semana porque había estado enfermo). En el curso de la conversación, su hermano dijo: “Claro, pero es que hasta la Frau Lehrerin ha estado enferma”. El oirle referirse a la maestra como la “señora profesora” despertó en mí un océano de memorias. Recordé que, cuando éramos pequeños, tu padre y yo siempre nos dirigíamos a los maestros como Don Zutanito o Don Citranito (Don Luis, ya fallecido, era el Don por excelencia) y, naturalmente les hablábamos (y algunos nos hablaban) de usted. Los más jóvenes, quizá se sentían algo incómodos al principio, pero luego la cosa se volvía normal. No significaba que, a los que nos caían bien, les quisiéramos menos (particularmente a la señorita Maria José y a la señorita Bene no podíamos quererlas más, porque usaban con nosotros un amor maternal) pero debajo de aquel tratamiento yacía la idea, que todo el mundo aceptaba por entonces y que es tan vieja en nuestra especie como el pulgar abatible, de que el alumno, criatura perfectible, era entregado al profesor para que le quitara el pelo de la dehesa.
En aquellos años, sin embargo, ya se notaba el cambio. Nuestros primos mayores, que iban a institutos públicos, se reían un poco de aquella sumisión nuestra y nos explicaban, con un tanto de superioridad, que ellos trataban a los profesores de tú por tú y por su nombre de pila; cosa que, a mí por lo menos, me sumía en alguna perplejidad. Al Don Luis que te mencionaba más arriba le hubiera liquidado un infarto instantáneamente si alguno de nosotros se hubiera dirigido a él como Luis, a secas.
En cualquier caso, me da la sensación de que aquella cosa del tuteo funcionó bien mientras quedaron en las aulas alumnos que habían conocido (aunque sólo fuera de pasada, como nosotros) las formas de la antigua urbanidad, una de cuyas reglas de oro (qué digo de oro, de platino iridiado) era el respeto sacrosanto a la figura del maestro. Después, me temo que aprender se hizo más difícil.
¿Cómo se puede si se rompe el reparto de papeles del que enseña y del que aprende? Si el que aprende no acepta que necesita aprender, porque sabe menos; y que, por tanto, se encuentra a un paso (o dos, o tres) por detrás del que enseña ¿Cómo se van a impartir conocimientos con eficacia? Si el educando no aprende a respetar a su educador (experiencia piloto de otros respetos venideros) ¿Cómo leches va a funcionar la sociedad? Y por ahí, suma y sigue.
En Austria, al parecer, el problema no es tan grave aún como en España, pero en tu país y en el mío, con unos índices brutales de fracaso escolar, según leo en internet en los blogs de maestros , pasan en las aulas cosas que te hacen preguntarte cómo serán los españoles del futuro y contestarte que seguramente querrás más a tu perro.
Todos deberíamos hacer algo ya, ¿No te parece?
Besos de tu tío.
P.
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