Por el camino, ha habido unos cuantos momentos especiales, como de costumbre (los hermanos Bernal cortándose juntos el pelo, codo a codo, después de tantos años). Y algún espacio, también como siempre, para la melancolía. Todo muy habitual.
Ayer paseé por la Gran Vía de Madrid y fui haciendo recuento de los cambios: de los restaurantes que han abierto, de los cines que ya no existen, en donde vi películas en compañía de amores que hoy parecen tan remotos y entrañables como los programas de televisión de la infancia.
Hoy he dado un paseo por mi pueblo (como todo el mundo sabe, también el de Penélope Kreuz) y he entrado en la parroquia en donde hice la primera comunión y ella también debió de hacerla. Una iglesia de cemento desarrollista, de los años setenta, pintada de blanco. He llegado al final de la misa de doce. El sacerdote estaba impartiendo las últimas bendiciones a sus ovejas, vestidas con el trapillo de la crisis y en las que había un alto porcentaje que habían sido bautizadas al otro lado del Atlántico. Algunas novedades: la puerta que daba acceso a la capilla del Santísimo, en cuyos bancos escuché el catecismo de labios de una exmonja de pronunciación repulida, está hoy en otro sitio; también el Don Miguel de mi infancia, muerto hace muchos años, ha sido sustituido por un sacerdote mayor que intentaba disolver el pequeño jaleo del final de la misa recordando por la megafonía que “era santo, bueno y saludable no hablar en el templo”, poniendo en la palabra Templo una unción antigua y ligeramente ridícula. Una raída alfombra persa da algo de prestancia a una pila bautismal que no existía cuando yo era pequeño. Me acerco al cepillo de la iglesia, en donde parpadean unas cuantas bombillas de plástico. Echo un par de euros, que serán una gota en el mar de la decorosa modestia que lo envuelve todo.
No creo que haya tantos chiquillos ahora en la misa de once del domingo, no creo que se forme el barullo de antes al darnos la paz, y no estoy seguro de que los pecados que los críos confiesen en aquella primera confesión infantil, sean hoy tan inocuos como aquellos nuestros. Tengo que confesar que se me ha hecho un nudo en la garganta.
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