Pero no sobre acontecimientos biográficos concretos (que casi siempre tienden al gimoteo y al porquéamí) sino sobre los efectos psicológicos del abandono del propio país. Quiero entender qué es lo que me pasa cuando piso de nuevo España, quiero ser consciente de los efectos que sobre mí tiene el entender de pronto todo lo que la gente dice por la calle. La extraña alegría (que no se debe sólo a la alegría gordísima que me da ver a mi gente), la extraña melancolía, la extraña catarata de sensaciones que te sobreviene y que me sobrepasa.
Quiero saber por qué siento algo bastante parecido a la rabieta cuando me enfrento a una realidad que ya no sé leer, en la que no me siento ya como solía, como pez en el agua.
Una realidad que mi hermano, mi cuñada y mis padres me tienen que explicar y que me resulta cada vez más remota. Supongo que es un fenómeno bastante parecido al del envejecimiento. Uno es capaz de disfrutar de las músicas que le acompañaron cuando era joven, pero ya no puede con el Regaeton (Por cierto, ¿Hay alguien que pueda con el Regaeton?).
Aparte de leer, también he decidido observarme. Porque quizá mis observaciones le puedan ser útiles a alguien. Por ejemplo, ese ser extrañamente híbrido en el que me estoy convirtiendo está perdiendo las referencias menudas que hacen posible los chistes. Por ejemplo, este vídeo que mi hermano me puso el otro día, y que da título a estas líneas. También empiezo a perderme en los personajes sin apellido que se han convertido en la sangre y la carne de los programas de televisión españoles. Presentadores de televisión que ya me son totalmente ajenos (a Dios gracias) y una industria de la televisión que, comparada con la austriaca, sonrojaría a los primates más avanzados.
Por ejemplo, la utilización del cuerpo (femenino sobre todo, pero ya también masculino) como reclamo en sitios en donde no debería hacer falta, por ejemplo en programas de preguntas y respuestas. Es una cosa que, por más que uno esté preparado, resulta completamente chocante cuando uno pone la televisión. O también el grosero partidismo (y diciendo grosero me quedo corto) de las líneas editoriales de las cadenas. Periodismo de trinchera (o de talanquera de encierro) que defiende hasta lo indefendible. Aunque, para qué hablar de lo que todo el mundo sabe.
La otra noche, en un autobús que me llevaba a mi casa, también me asaltó la reflexión siguiente: España ha sido a lo largo de la Historia, la avanzadilla de los experimentos del resto del mundo (un ejemplo al vuelo: nuestra guerra civil fue el ensayo general de la mundial). Si es así, es bastante razonable pensar que la España actual, crispada por la crisis, sujeta a cambios sociales velocísimos, será un ensayo general del mundo del futuro. Miré a mi alrededor y pensé ¿Me gustará ese mundo? Un mundo en el que la feroz competencia de los medios de comunicación terminará por aniquilar cualquier inteligencia en los contenidos. Un mundo en el que va a desaparecer la clase media (en España, la principal víctima de la crisis es una clase media que ve como, día a día, mengua su poder adquisitivo); un mundo en el que habrá espacios para aborígenes y espacios para inmigrantes –el censo étnico francés, los transportes separados italianos-.
Quizá todas estas reflexiones sombrías sean producto de que no me entero de nada cuando voy a España, pero también quizá es que ahora veo cosas que, desde dentro de la bombilla, son imposibles de ver.
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