(Aunque, sobrina, podrías ser un poco más prudente en tus exploraciones, Doctora Livingstone, que un día, Dios no lo quiera, vamos a tener un susto).
Yo fui un niño más bien miedica y soy un adulto que se lo piensa mucho antes de abordar cualquier cosa que no le parezca segura. En esto me parezco a tu abuelo Sebas (al que adoras) y a tu bisabuela María, que llamaba prudencia a lo que era en realidad un completo catálogo de fobias.
Me he pasado la vida luchando contra mis miedos, propios o heredados, y aún ando convaleciente de muchos de los unos y de los otros. Un momento fundamental de la lucha fue, sin embargo, el día en que descubrí que los miedos se dividían en dos grupos: aquellos lógicos y los que únicamente estaban en mi cabeza. Los primeros son fácilmente identificables. Es normal tener miedo del dolor, de la enfermedad, de la altura. Los miedos de la segunda clase son más puñeteros porque la mayoría de las veces se disfrazan de miedos lógicos y se siente un temor supersticioso a desenmascararlos. Estos miedos, generalmente, son la tapadera de otras cosas, como la inseguridad en uno mismo y, para atajarlos y mandarlos al cajón de lo inservible, muchas veces hay que hacer un trabajo serio de exploración interior. Pero para eso antes hay que vencer a uno de los Grandes Miedos, casi el Miedo Primordial: el de enfrentarse a las propias miserias y conseguir hacerlo encogiéndose de hombros.
Merece la pena probar, puedes creerme.
Besos de tu tío.
Deja una respuesta