En serio: todos los días yo como, por lo menos, un par de piezas de fruta y medio kilo de verdura, generalmente en forma de ensalada, cuya composición voy variando para tener siempre la sensción de enfrentarme a un placer ligeramente distinto. Hoy es de atún, mañana de mozarella, al otro verde…Un chorreón generoso de aceite de oliva, un esturreón de vinagre, una pizca de sal y andando. Mi jefe, que debe de pensar que lo del colesterol es un cuento de viejas, me mira pastar con aire escéptico mientras devora suculentos bocadillos de presunta carne de caballo o una de esas pizzas prefabricadas que la gente compra por la calle. Antes no me decía nada pero ahora, como ya vamos cogiendo confianza, me gasta bromas sobre lo saludable de mi dieta.
Procuro comer sano porque me gusta la verdura y para sentirme bien aunque tengo que confesar que mi corrección alimentaria tiene una grieta: soy incapaz de sustraerme al poderoso influjo de un Big Mac. Es superior a mí. Para quitarme el gusanillo, me voy de vez en cuando a un Macqui y me pido un menú con patatorras.
Lo sé: soy un pecador de la pradera.
Pues bien: resulta que el sábado me acerqué al centro a comprar este cuaderno en el que escribo y, como me dio la hora de comer, caí en la tentación. Me acerqué al Mc Donald´s más próximo con el resultado que mis lectores se pueden suponer.
Di que estaba yo mordisqueando mi grasiento delito cuando miré a mi alrededor y me di cuenta de que yo era el único cliente (o casi) que, así a ojo, bajaba de los noventa kilos. Y me vino a la cabeza que, en Austria, de una manera mucho más definitiva que en España, los ricos suelen estar delgados y los pobres tienden a estar mollig (me encanta esa palabra: el sonido lo dice todo).
Mi amigo el internista de fama internacional, viejo conocido de mis lectores por indicarme aquella dieta infalible para no padecer diabetes jamás de los jamases, dice que esto es así porque los pobres se alimentan de lo que está barato: el kebap, la fritura, la pizza y la hamburguesa; porque señores: comer verduras y fruta se está volviendo cosa de ricos. Otra forma más de clasismo de una sociedad como la austriaca, que está hecha para que cada uno ocupe su cajoncito.
Y luego, claro: en esta sociedad fuertemente dominada por la imagen, la gente que está fuertecita lo tiene peor para conseguir buenos trabajos y así el círculo se vuelve vicioso porque un trabajo peor significa sueldo peor y peores oportunidades para comer con conocimiento. Por no hablar de que la formación, que es tan importante para aprender a comer bien, sigue siendo una cuestión de jEur.
Yo soy pobre (añado: como una rata) pero por suerte me traje conmigo el suculento bagaje de la dieta mediterránea. Con su querencia por la fruta y las hortalizas, por las legumbres, su pasión por el pescado, su delicuescente amor por el aceite de oliva y el ajo.
Todo fenomenal para, sin tener un euro en el banco, poder ir por la calle presumiendo de rico (y, modestamente, estarlo).
Deja una respuesta