11 de Mayo.- Una de las cosas que más mola de Viena es que, aún siendo una gran ciudad, tiene un alma más de campo que las amapolas. Y es precisamente en estos días de principio de la primavera, cuando, en parte por volver a ver el sol, en parte por la sensación de euforia que da verlo todo verde y florido y en parte, y no me cansaré de repetirlo, por la genuina simpatía de sus gentes, el corazón de uno se inflama de amor por esta tierra que le acoge (también tiene parte de culpa en esta inflamación que uno le da al vinito nuevo del año, que siempre te pone contento).
Ayer, estuvimos en Stammersdorf, que es un suburbio vienés en donde se agrupan parte de los viñedos que producen la variedad de vino local, la grüner Veltliner, que da un vino blanco algo áspero, con cierto sabor a pimienta, y que es ideal para mezclar con el agua con gas, formando una especie de champán low cost que da gusto tomarse cuando el calor -como ayer, aprieta-.
En la foto que encabeza estas líneas, dos chavalitos que, al principio de la larga calle de las heuriger o bodegas tenían puesto su tenderete -ellos no vendían vinorro, claro, sino Almdudler-.
He aquí el aspecto que presentaba una de las heuriger más concurridas (la de Cristinita, como puede verse en el letrero encima de la puerta). En la foto no se ve, pero lo que mola de la zona es que está enclavada en una colina de un verde lujuriante, rodeada de viñedos y de flores.
Como siempre que hay cuarto y mitad de festival, los aborígenes desempolvan orgullosos sus trajes regionales (aviso: es inútil hacer la trasposición al caso español; en España nadie va a trabajar vestido de lagarterana: aquí yo he visto a señoras vestidas como la de la foto, con su ordenador portátil esperando el tranvía). En la imagen, una orgullosa abuela toma el solete con su nieto -suponemos- al que han castigado cascándole unos lederhose/pantalones de cuero.
Digo esto no porque los lederhose me parezcan mal, sino porque hacía una temperatura veraniega y el chiquillo tenía que estar cociéndose. Pero es bueno, no digo que no, que vaya aprendiendo las tradiciones.
Y como no sólo de vinote vive el mensch, pues también se podía comprar comida: por ejemplo, estas variedades culinarias de tocinete para el que no le tenga miedo a los triglicéridos (total: luego te tomas un schnaps y se disuelve todo).
Como puede verse en este gráfico, en Stammersdorf, los precios son mucho más gunstig o apañados que en la ciudad (por aquello de que, generalmente, se compra a productores). La gente estaba en la acera, en mesas, tomándose sus cosas. Nosotros subimos a un patio elevado al nivel de los viñedos y hasta vino a visitarnos un coro de hombres que estuvo
cantando jocosas canciones vienesas relacionadas con la ingestión de alcoholes.
¿Qué decía yo? Verde que te quiero verde (y qué gusto da). Juro por lo más sagrado que, ante una mata cuajada de flores, yo me tuve que acercar para cerciorarme de que aquello no era de plástico de lo bonito que era. Ahora, mientras venía a casa, también me he dado cuenta, por cierto, de que en las avenidas vienesas han florecido los tilos (los famosos
lindendel paseo berlinés) y que el aire estaba perfumado. Daba gusto.
Y colorín colorado, este paseo se ha acabado. Salimos a las dos de la tarde y llegamos (primo, si lees esto, pásmate) a la una de la noche a casa. Cansados,
no muy bolingas y, en todo caso, felicísimos.
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