21 de Mayo.- Volvemos a coger el ritmo.
Mi padre dice siempre que, si nos tuvieramos que casar desnudos, el mundo estaría lleno de solteros. A las pruebas me remito: mientras estoy tumbado al sol a la orilla de una de las lagunas (charcas) del Lobau, en el mismo sitio en el que, según reza un monolito conmemorativo Napoleón tuvo su cuartel general, toman el sol en bolas junto a un servidor varias matronas cargadas de años y de arrobas, un oficinista que lee a la sombra de un arbolito raquítico el último best-seller de vampiros (o de lo que se lleve ahora) y una pareja madura que parece estar para recordarnos que los viejos roqueros nunca mueren.
No se mueve una brizna de aire. A lo lejos, se escuchan de vez en cuando los cantos melodiosos de los pájaros. Un cuco llama a su cuca de rama en rama. En fin: un planazo.
Primer minuto de planazo (¡Ay, qué me gusta el campo!: suspiro de satisfacción).
Segundo minuto (¿Soy yo el único que al ver a esta gente piensa en un grupo de chimpancés en la sabana?)
Tercer minuto (¿Pero es que por aquí no va a pasar ni un alma?)
Cuarto minuto (¡Quiero salir de aquíiiiii!)
No puedo: hay muchas cosas de Austria que he conseguido que me gusten. Pero esta afición a la intemperie no es una de ellas. Para mí, tumbarme al solo mirando a los mosquitos es una de las maneras más seguras de fallecer por aburrimiento. En el campo, no sé qué hacer. Lo más que se me ocurre es buscar cajeros automáticos.
Puede que sea cosa de mi infancia. Gracias que mi señor padre es (muy) alérgico al polen, en primavera nos veíamos dispensados de la tortilla dominical y de los bocatas de cinta de lomo. El loable empeño de no quedarnos huérfanos (mi padre ve algo verde y se pone a morir, el hombre) también nos libró de la caldereta con que en mi pueblo se recuerda anualmente el pasado ganadero de la localidad. Pero una vez fuimos mayorcitos nada nos libró de la piscina.
En mitad del secarral mesetario, anexa a un polideportivo, se encuentran los baños municipales que Penélope Cruz, antes de ser famosa, también frecuentaba. Para llegar a ellos había que atravesar dos kilómetros de extensión desértica –hoy felizmente edificados hasta el último centímetro cuadrado-. Mis amigos y yo llegábamos a la piscina a eso de las once, cuando las verdes praderas de cesped, mantenidas a golpe de aspersor, ofrecían un aspecto verde y lujuriante. Cogíamos sitio (casi siempre al fondo entre los merenderos y la piscina olímpica) y luego mis amigos se disponían a nadar y yo a aburrirme como una ostra.
Me explico: a mí, el agua fría no me gusta (es más: la odio) y sólo me sometía a dar unas brazadas en el gélido líquido porque uno era un adolescente y ya se sabe que los adolescentes tienen vocación gregaria.
Por otra parte, la lógica perversa que lleva a la gente a ponerse al sol abrasador para luego tirarse al agua helada para después volverse a poner al sol, la verdad es que se me escapa. Dejando aparte la extrema sensibilidad al frío de mi zona ecuatorial, se da también la circunstancia de que soy muy blanco de piel, con lo cual en diez minutos me pongo como un cangrejo (de río). Y no: después de exponerme a tener un melanoma como un champiñón, no tengo el consuelo de ponerme moreno. Me quedo más o menos como cuando estaba al principio…
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