La decoración de la habitación es espartana. Incluso demasiado correcta. Sólo el mantel blanco con flores diminutas y una rosas amarillas en un bote de cristal, la salvan de cierta impresión militar. El anciano, noventa años, piel blanca y sonrosada, dos lágrimas temblándole en los límpidos ojos azules, va vestido con una camisa de manga corta impoluta, un pantalón gris de franela bastante usado y una corbata estrecha, de color azul marino, que le queda un poco corta. Haciendo honor a las normas de hospitalidad aprendidas desde la infancia, ha sacado vino blanco y soda para los hombres, agua mineral para la mujer joven, zumo para la niña pequeña.
Una vez retiene las relaciones entre elos, el anciano empieza a hablar del pasado, de la guerra. Nacido en 1921, después de la contienda que iba a terminar con todas las guerras, en un pueblecido de la llanura que se extiende entre lo que fue Yugoslavia y Rumanía, el anciano caballero desciende de la minoría de lengua alemana con que la emperatriz austriaca Maria Theresia repobló aquella zona del mundo en el siglo dieciocho. El puñado de fotos que muestra a sus invitados le muestran como un joven guapo, serio y correcto, con traje de tweed y corbata a rayas. Su voz es baja y ligeramente afelpada cuando empieza a relatar la historia de aquella mañana en la que unos mensajeros de los partisanos de Tito recorrieron la calle principal del pueblecito, dando a sus habitantes una hora para que recogieran las pertenencias que pudieran transportar y se congregraran en la plaza del pueblo. Bajo el sol del mediodía, separaron a las mujeres de los hombres y luego vallaron la zona para hacer un campo de concentración. Sus padres, mayores, fueron los primeros en morir. Pero también fallecieron muchos jóvenes, a veces, por jugarretas del destino: días antes de que el pueblo fuera literalmente borrado del mapa, un amigo del anciano se hizo una herida en una pierna jugando al fútbol. En el campo de concentración, la falta de medicinas con las que parar una infección en principio inocente, le causó la muerte por septicemia.
La niña pequeña juega con un robusto aparato de alta fidelidad en el que el anciano sigue escuchando cada día la música tradicional que le gusta y, cómo no, las noticias de la ORF. Uno tiene la sensación de que la historia de la guerra, de su guerra, le pasa incesantemente delante de los ojos, tan fresca y cruel como si hubiera sucedido ayer.
El hombre tenía la ventaja de saber mecánica. Sus captores le mandaban a las granjas cercanas a reparar los motores de los sencillos aparatos agrícolas. Le daban de comer. Un día, junto con otros tres camaradas, consiguió escapar. Sin mapas, marchando de noche y maldurmiendo de día. Durante un mes. Cuatro semanas infernales en las que recibieron ayuda de alguna buena gente. Una maestra, que debió de ver a los fugitivos hambrientos y sucios, y sintió piedad de ellos.
Luego, la llegada a Austria, la sensación de estar en un lugar familiar, el mazazo de pensar que él era el único superviviente de su familia. Las cartas llegadas a través de la Cruz Roja. Una Europa empapada en sangre y con el vientre abierto, boqueando como un pajarillo que se cae de un árbol. Indefensa como un animal atropellado por un coche.
Mientras escucho el relato del hombre, contado con una desnudez que lo hace aún más terrible, pienso que, apenas cuatro horas antes, he estado en Eslovaquia, y que no había fronteras, y que compartíamos la misma memoria. Y que todo eso se ha hecho, por primera vez en la historia, de una manera pacífica. Lenta, siempre mejorable, pero a base de negociaciones. Por eso es importante votar en las elecciones europeas del domingo. Para seguir manteniendo el milagro. Este milagro en el que vivimos todos los días y del que ya, a fuerza de costumbre, no nos damos cuenta.
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