Yo terminaba rápidamente los deberes que me habían puesto (eran fáciles) y me dedicaba a disfrutar de la inusitada situación de tener todo aquel espacio para mí. Me gustaban los pupitres antiguos, marcados por los nombres de alumnos que se me antojaban ancestros de una civilización desaparecida. La madera basta, barnizada, tatuada como una piel con aquellas caligrafías angulosas, algo carcelarias. Migueles, Davides, Albertos que habían compartido mi destino escolar y de los que, como de la rosa del tópico medieval, sólo quedaba el nombre.
Me gustaba imaingarme cómo habían sido. También pensaba en lo agradable que hubiera sido un mundo sin clases de gimnasia. Sin aquellos movimientos repetitivos y estúpidos que a los otros parecían entusiasmarles, sin aquellos partidillos de fútbol que los otros parecían esperar con impaciencia pero que a mí sólo me provocaban frustración. En vez de jugar con los otros niños yo procuraba acercarme disimuladamente a mis profesores que, con un ojo, vigilaban que ninguno triscase por lugares prohibidos y, con el otro, atendían a unas conversaciones que para mí eran atractivamente misteriosas y, en todo caso, mucho más atrayentes que los limitados temas que tratraban mis contemporáneos. Me resultaba sorprendente que, a pesar de compartir tantas horas con ellos, mis profesores eran auténticos desconocidos para mí. ¿Estaría casada la señorita Josefina? ¿Qué le interesaría a Don José? ¿Tendría hijos la señorita Encarna? Estas y otras preguntas intentaba yo responder orientando la antena a aquellas charlas que, seguramente, consistían en poner a caldo al jefe, como en todos los trabajos.
Luego, durante mi corta carrera teatral, lo que más me gustaban eran los teatros vacíos, el patio de butacas a oscuras, la luz de ensayo dada (lo que los viejos cómicos llamaban entrañablemente “la guardia”). El espeso silencio de una sala que, sin embargo, estaba llena de ecos. Esos cinco minutos antes de que se abrieran las puertas al público.
Luego, el escenario estaba muy bien, pero esa tensión peculiar de un teatro vacío no se cambia por nada.
Me acordaba de todo esto porque mi jefe está de vacaciones y, por las tardes, tengo la oficina para mí solo. Sin la algarabía de mis compañeros, sin el teléfono sonando (o sonando menos). Andando por los despachos vacíos, uno se siente ligero, pacífico, todo está en orden. Es una soledad gustosa, que no pica.
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