Ante una metedura de pata conviene, sobre todo, conservar la calma. La vida se parece mucho a los toros y, en ella, el que resiste el miedo y se queda quieto, por lo general termina ganando. Además, relajarse también implica, en la mayoría de los casos, no empeorar una situación ya negra de por sí. Como segunda medida, tampoco está mal intentar ver el caso desde fuera. Ayuda, sobre todo, cuando el objeto de la herida somos nosotros. En estas situaciones, siempre tendemos a actuar siguiendo el impulso del momento, lo cual lleva muy frecuentemente a cometer una injusticia (como ves, las meteduras de pata tienden a encadenarse de manera bastante perversa).
Si has sido tú la que has hecho algo que ha molestado a otros, tampoco conviene aturullarse. Más vale pensar que, igual que nosotros hemos sido cafres, cualquiera persona hubiera podido serlo en nuestra situación; acto seguido, respirar hondo, ponerse en la postura del ofendido y, si es posible, contactar con él para pedirle perdón. No seas nunca como esas personas que, ante sus propios errores, sienten el impulso incontenible de meter la porquería debajo de la alfombra. Craso error. Nunca hay que tener vergüenza de asumir las propias faltas. Además, el ofendido valorará sin duda que tengas la valentía y la elegancia de reconocer tu traspies de una manera madura (y, en cualquier caso, si no valora ni esa elegancia ni esa valentía, tú también sabrás a qué atenerte). En la mayoría de los casos (en el mío, sin ir más lejos) unas cuantas palabras de disculpa me sirven para tirar los pelillos a la mar.
Es más: la mayoría de las veces ni siquiera dejo a la persona que ermine de pedirme perdón.
En resumen, Ainara, sé lenta juzgando, procura no actuar nunca llevada por el fuego del momento (cuenta hasta diez). Quítale un peso de encima a quien acuda a ti cargado con una disculpa; y, para las ofensas ajenas ten la memoria lo más corta que puedas.
Tu estómago y tu sueño te lo agradecerán.
Besos de tu tío.
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