Para estrenarme, he salido a dar una vuelta por las afueras de Viena y, callejeando (bueno, “autopisteando”, “afuereando” un poco…) he terminado en Simmering. Al pasar por delante de una empresa en la que me trataron fatal (al principio de llegar hice una entrevista para ellos y fueron muy desagradables), me he acordado de que, en las cercanías, el ayuntamiento de Viena tiene una especie de barrio para inmigrantes financiado por el Integrations Fond, y he decidido darme una vuelta para verlo y, si se daba el caso, hacer alguna foto (lo que hace uno por estrenar las cosas).
El barrio en cuestión ocupa unos cuatro kilómetros cuadrados y está formado por los edificios de un antiguo reformatorio transformados en viviendas, mas un puñado de bloques bajos de diseño moderno (y algo precario) mas otras tantas casitas desperdigadas por una fronda que, antaño, fueron huertos.
A pesar de llevar la integración en el apellido, lo cierto es que la zona forma una especie de isla dentro de la propia ciudad. Una babel de idiomas le recibe uno al adentrarse por entre los callejones llenos de basura, al pisar los caminillos de tierra apelmazada por los pies de cientos de niños que inventan una forma de vivir con los trastos de desecho que tienen más a mano. En general, y dejando aparte un intensísimo y picante olor a miseria, el ambiente no es demasiado diferente del de la calle de las afueras de Madrid en que nací y crecí. El mismo suelo asfaltado mordiente y lleno de parches, los mismos corros de mujeres que critican a las ausentes (por el delito de no estar, básicamente) mientras con un ojo vigilan a los niños más pequeños; los mismos corros e hombres curtidos y morenos que fuman mientras comentan las vicisitudes del fútbol, la fábrica o el andamio.
Una furgoneta llena de productos musulmanes me ha retrotraido a aquella azul eléctrico que olía a sangre y en la que un tal Rocha vendía morcillas extremeñas que pesaba en una romana que fascinó mis ojos de párvulo.
Mientras caminaba entre los coches sin matrículas, mientras miraba los carteles de “se prohibe subir carritos de la compra a las casas”, he pensado que quizá nuestra pobreza fue mucho más decorosa, en todo caso no tan ciega ni tan severa como la de las gentes que veo (ellos, por haber perdido, han perdido hasta su idioma y su país).
No saco la cámara al final. A medias porque tengo miedo de que me la guinden (uno está por la fraternidad humana, pero sabe lo que se cuece en estos barrios) y a medias porque siento que , de alguna forma, estaría invadiendo una intimidad que no es la mía.
Sin embargo, tú que me lees, quisiera que te quedases con una imagen: dos decenas de chicos negros, de entre diez y veinte años, juguando al fútbol en una cancha de tierra pelada. Cada regate levanta una nubecilla de polvo que se dora al sol poniente. Las porterías son de hierro picado por la herrumbre. En una silla coja sin respaldo se sienta el paquistaní que los arbitra. Un equipo mete gol. Estallan varias risas blancas. La felicidad no entiende de pobrezas.
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