La brújula

 

(escrito ayer, pero no publicado debido a ciertos problemas técnicos)
12 de Agosto.-Querida Ainara:
Hay veces, como ayer por la tarde, en que, de manera transitoria, gracias a Dios, tengo crisis de agobio.
Verás: estaba invitado en casa de una conocida que es actriz. Una muchacha de pelo largo y sedoso que vive en un bloque de dos plantas que podría estar en la periferia de cualquier ciudad británica. Una edificación del siglo XIX con un patio trasero con un cesped algo salvaje, un castaño y una valla metálica atacada por una pacífica nostalgia.
Después de comerme las chuletillas que había traido para la barbacoa, me ausenté un momento para ir al baño (la cerveza, ya sabes, que es traidora). Al volver, en mi sitio había sentado un chaval de mi edad que, a todas luces, luchaba por encontrar un lugar en aquella reunión de personas tan heterogéneas (mi conocida, la actriz, se codea con todo tipo de gente y eso, ahora que lo pienso, es una virtud que me gustaría que tú también cultivases algún día).
El chico era guapo como un actor de cine. Porte elegante, ojos claros, tez morena, nariz clásica, dos filas de dientes iguales y resplandecientes, perfectos para servir de reclamo para cualquier artilugio limpiador a pilas. Llevaba puesta una camisa de cuadros de Vichy de un suave color naranja en cuya pechera resaltaba, discreto, el logotipo de Tommy Hilfiger. Al ver que yo me quedaba con la duda de quedarme de pie o echar a otro comensal de la mesa, se avergonzó bastante y se ofreció a levantarse. El sitio de al lado, sin embargo, se había quedado vacío entretanto, así que lo ocupé.
Ante la horrible perspectiva de tener que salvar el silencio hablando del tiempo, me presenté y nos dimos un apretón de manos. Por la fuerza, la sonrisa y la postura, me di cuenta instantaneamente de que a)hacía aquello a menudo y b) sin duda lo hacía con fines comerciales.
No tardé en confirmar mi intuición. Sin prisa, pero sin ninguna pausa, mi nuevo amigo empezó a contarme cosas de su trabajo. Muy interesantes todas, por cierto. En este tipo de conversaciones, mi cargado (y amplio a mi pesar) currículum ayuda bastante. Tengo experiencia en muchas ramas de la industria (relacionadas con la logística, fundamentalmente). Si me ponen a hablar de expediciones, camiones, barcos y aviones de carga, puedo resultar bastante eficaz –nadie ha dicho que entretenido, que eso es otro cantar-; pronto supe que nuestro desconocido trabajaba vendiendo un producto relacionado con la construcción; que empezaba a levantar la economía austriaca casi al rayar el alba y que terminaba a unas horas que, en Viena, van en contra de la convención de Ginebra. Sólo tras media hora de conversación, el chaval que, sin alardes pero tampoco sin modestia, me había presentado un panorama de sus logros profesionales, me explicó que el dueño de la empresa era él y que los empleados estaban a su cargo; y se quejó de que, en Austria, trabajar por cuenta propia es gratificante pero casi tan difícil como en España, en donde el Gobierno hace todo lo posible porque los emprendedores se den de morros contra el cemento armado de la ruina.
El paisaje de aquella vida, contada con tanta mesura y simpatía resultaba interesante, Ainara, y bastante envidiable. Mi nuevo amigo, me pareció un hombre feliz y seguro de sus logros; tocado por esa paz que da levantarse por la mañana sin otro pensamiento que el de darle alegría a los balances de tu empresa con contumacia y, al mismo tiempo, con una bondad que sólo puede calificarse de empresarial. Mientras le escuchaba, respondiendo a sus curiosidades sobre la vida económica española, me entró el agobio. ¿Qué estás haciendo con tu vida, Paco? ¿Por qué tú no tienes una empresa con una decena de empleados? ¿Qué será de ti en diez años, cuando este chico vaya por su tercer Mercedes y tú, sin embargo, empieces a tener jefes más jóvenes que tú?
Las preguntas, sin embargo, me duraron poco. Me imaginé teniendo la vida de aquel hombre y me di cuenta de que no me hubiera hecho feliz. Dios no me ha llamado por ese camino. Supongo que hace falta una concentración de energía que yo no me puedo permitir (me exigiría olvidarme de muchas cosas que me emocionan más) y un olvido voluntario del mundo que solo da ejercer la pasión de uno. No es que me falte ambición, no me entiendas mal. Sino que mi ambición va por otros derroteros.
Tan importante como saber lo que uno quiere, Ainara, es saber lo que a uno no le haría feliz. Como un traje que, puesto en otro, es espectacular pero que a nosotros no nos termina de sentar bien.
Cuando el desconocido y yo nos despedimos con un cordial apretón de manos gemelo del primero y, tras cinco minutos, volvimos a ser tan anónimos el uno para otro como algunas horas antes, yo no pude evitar, bajo el cielo estrellado del extrarradio, sentir la tranquilidad de darme cuenta de que estaba haciendo con mi vida exactamente lo que quería. El mundo estaba en orden.
Besos de tu tío.

Publicado

en

,

por

Etiquetas:

Comentarios

3 respuestas a «La brújula»

  1. Avatar de Anonymous
    Anonymous

    “sentir la tranquilidad de darme cuenta de que estaba haciendo con mi vida exactamente lo que quería”

    Te puedo asegurar que después de leerte, me das mucha más envidia que cualquier “triunfador” de este mundo…

    Espero que en unos años tanto tu sobrina Ainara como mi hija puedan decir lo mismo.

    Un beso

    Maite

  2. Avatar de Paco Bernal

    Hola Maite!
    Muchas gracias por tu comentario.
    Una de las claves de la felicidad en esta vida es saber lo que uno quiere y dejar pasar el agua que no va a beberse.
    Espero que tanto tu hija como Ainara aprendan a hacerlo (no es fácil sustraerse a según qué tentaciones)
    Besos 🙂

  3. Avatar de amelche

    No hay nada tan tranquilizador como saber que todo está en orden.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.