Más triste que un torero (al otro lado del telón de acero)

Plaza mayor de Gmünd (la foto no es mía: las pondré esta semana)


23 de Agosto.-Austria en domingo es un país raro. Principalmente, porque no hay nadie por la calle. Hoy he hecho unos cientocuenta kilómetros desde Viena al Waldviertel, en la Baja Austria. Pues bien: quitando los primeros treinta, que han sido por autopista; durante los siguientes, a través de carreteras secundarias que atravesaban cada pueblo que había en el mapa no he visto un alma. Si acaso, vieneses despistados que hacían jogging pertrechados con toda la ropa (nueva) que un corredor dominguero necesita. O campesinos coloradotes (esto ya más en la Austria profunda) de ese tipo que es tan común en estos lugares –bueno, y creo que en España también- señores frisando los sesenta, rebosantes de salud, corpulentos y con los dedos como salchichas käsekrainer. En fin: excepciones.
He ido a visitar un parque natural que está en las cercanías de la localidad de Gmünd, a un paso de la República Checa.
El lugar es famoso desde la antigüedad –fue un centro de culto celta- por sus formaciones graníticas que parecen obra de magia. Pensándolo bien, es como la Ciudad Encantada de Cuenca, pero en boscoso. En muy boscoso. Y en muy húmedo. En ningún lugar he visto yo tantas setas juntas. De todas las especies. Blancas, pardas, de seductor –y venenoso- color rojo. Una vez te metías en la masa forestal te empapabas más que del sudor –que también se sudaba lo suyo- de la humedad ambiental. También, por cierto, había unos mosquitos como burros con alas. Yo he matado a uno que me estaba picando y me he llenado de sangre. Y no es exageración. Si el mosquito no tenía medio centímetro no tenía ninguno.
A lo mejor durante la semana pongo fotos. Pero lo que yo quería contar era que, aprovechando que estábamos en la frontera y aprovechando la existencia del tratado de Schengen, que permite la libre circulación de personas y mercancías por la Unión, mi acompañante y yo hemos pasado a la República Checa. Y la verdad es que, ha sido corto, pero ha sido un flash.
Para que se entienda mejor, tengo que explicar que Gmünden es una ciudad de cuento que vive de dos cosas: el granito –pesaos que son con el granito, colega: está por todas partes- y el turismo. Por lo segundo, la ciudad es una tacita de plata. O sea, y al estilo austriaco: que te dan ganas de ponerte en el centro de la plaza mayor a gritar que eres satánico. Todas las ventanas con su geranio rojo (o rosa), las callecitas impolutas, las casas pintadas de colores (azul, rosa o amarillo) como para pasar la inspección del perito más exigente. Pues bien, pasas la frontera y se te ponen los pelos de punta. En primer lugar, porque la antigua aduana, hoy abandonada, es como el ayuntamiento de un pueblo fantasma. Ventanas ciegas, carteles amarillentos pegados con celo reseco a los cristales. Agujeros, grietas por las que se cuela el viento.
Pero es que avanzas y empiezas a encontrarte unas putas tristes, de las que Don Quijote podría haberse encontrado en las ventas más sarnosas de la Mancha (pero en rubio, lógicamente). Unas mujeres pintadas como puertas que se cocían al sol de las cuatro de la tarde embutidas en cazadoras vaqueras y en vestidos que dejaban al descubierto unos muslos regordetes; los ojos cansados y tristes, el rímel churretoso, los tacones gastados de tanto patear bocacalles. Los edificios de la Monarquía –la zona fue parte del Imperio- se mantenían en buena forma pero, a la puerta de las ruinosas edificaciones de la época comunista, ancianos ríspidos en chandal fumaban caliqueños echando miradas golosas al coche –era bueno-; se escuchaba la conversación de indivíduos que se peleaban por los resultados de las partidas de cartas de los patios traseros; los niños jugaban desganadamente a perseguirse montados en bicicletas herrumbrosas. Las tiendas, al contrario que en Austria, no hacían descanso dominical –y uno hubiera querido que se hubieran atenido a él- mercancías macilentas en las calles, maniquíes de mirada perdida que se pudrían al sol en unos escaparates que no habían sentido la mirada de un cliente desde que Michael Jackson volvió a poner de moda a los muertos vivientes.
Pasados unos veinte minutos, mi acompañante me preguntó:
-¿Has tenido bastante?
Yo me encogí de hombros.
Volvimos a pasar la frontera y nos sentamos en un pequeño restaurante familiar que anunciaba las mejores costillas a la parrilla de la comarca.
Yo pensaba en el futuro de los niños que había visto y en el tremendo desperdicio que suponía que su talento se agostase en aquel entorno.
Detrás de mí, había unos cuantos juguetes diseñados para infantes felices, nacidos en el mundo capitalista, educados para ganar desde la guardería.
Un artilugio que allí había, ha empezado a tocar “Over the rainbow”.
Me ha parecido demasiado simbólico.

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Comentarios

3 respuestas a «Más triste que un torero (al otro lado del telón de acero)»

  1. Avatar de Jorge

    Buen post, Paco, como diría alguien por ahí, inquietante. Hay un mundo ahí fuera del que a veces no nos damos cuenta (o muchas otras no queremos darnos cuenta).

    Creo que todos, en mayor o menor medida, hemos experimentado lo que te ha pasado a ti en tu visita a Chequia que se hace llame ahora. En sitios muy diferentes.

    En fin, espero esas fotos, las de los edificios abandonados tienen una especial belleza (para mi, al menos).

    Un saludo!

  2. Avatar de Paco Bernal

    Hola Jorge!
    Muchas gracias por tu comentario.
    La verdad es que fue muy impactante porque el cambio se produjo en 50 metros. No más. Este tipo de experiencias te hacen preguntarte muchas cosas…
    Un saludo.
    P.

  3. Avatar de Kagu

    Yo también estuve en cierta ocasión en la República Checa. Era el típico y turístico combinado “Budapest-Praga”, pensado para que el turista no tenga que ver todas esas cosas desagradables.

    Sin embargo, el trayecto entre Budapest y Praga era en autocar, y pasasaba por Austria. No sé si mis compañeros se fijaron, pero yo si lo vi… la humildad de los pueblos Hungaros que atravesávamos, la “perfección” de las urbes Austriacas, que no vimos muy de cerca, porque allí las carreteras principales no suelen atravesar los nucleos urbanos, y la extrema pobreza de la República Checa, que impresionaba incluso comparada con Hungría. Pueblos hechos casi por enteros de chabolas y la gente caminando aplastada por el peso de la vida. De aquello han pasado ya 8 años, pero parece que la cosa no ha mejorado mucho… una pena.

    Respecto al resto del post… me ha hecho mucha gracia eso de los mosquitos del tamaño de burros. Ese grado de exageración… uhm… ¿No serás andaluz? Lo de “compadre” me suena muy a granadiino.

    Un saludo.

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