He ido a visitar un parque natural que está en las cercanías de la localidad de Gmünd, a un paso de la República Checa.
El lugar es famoso desde la antigüedad –fue un centro de culto celta- por sus formaciones graníticas que parecen obra de magia. Pensándolo bien, es como la Ciudad Encantada de Cuenca, pero en boscoso. En muy boscoso. Y en muy húmedo. En ningún lugar he visto yo tantas setas juntas. De todas las especies. Blancas, pardas, de seductor –y venenoso- color rojo. Una vez te metías en la masa forestal te empapabas más que del sudor –que también se sudaba lo suyo- de la humedad ambiental. También, por cierto, había unos mosquitos como burros con alas. Yo he matado a uno que me estaba picando y me he llenado de sangre. Y no es exageración. Si el mosquito no tenía medio centímetro no tenía ninguno.
A lo mejor durante la semana pongo fotos. Pero lo que yo quería contar era que, aprovechando que estábamos en la frontera y aprovechando la existencia del tratado de Schengen, que permite la libre circulación de personas y mercancías por la Unión, mi acompañante y yo hemos pasado a la República Checa. Y la verdad es que, ha sido corto, pero ha sido un flash.
Para que se entienda mejor, tengo que explicar que Gmünden es una ciudad de cuento que vive de dos cosas: el granito –pesaos que son con el granito, colega: está por todas partes- y el turismo. Por lo segundo, la ciudad es una tacita de plata. O sea, y al estilo austriaco: que te dan ganas de ponerte en el centro de la plaza mayor a gritar que eres satánico. Todas las ventanas con su geranio rojo (o rosa), las callecitas impolutas, las casas pintadas de colores (azul, rosa o amarillo) como para pasar la inspección del perito más exigente. Pues bien, pasas la frontera y se te ponen los pelos de punta. En primer lugar, porque la antigua aduana, hoy abandonada, es como el ayuntamiento de un pueblo fantasma. Ventanas ciegas, carteles amarillentos pegados con celo reseco a los cristales. Agujeros, grietas por las que se cuela el viento.
Pero es que avanzas y empiezas a encontrarte unas putas tristes, de las que Don Quijote podría haberse encontrado en las ventas más sarnosas de la Mancha (pero en rubio, lógicamente). Unas mujeres pintadas como puertas que se cocían al sol de las cuatro de la tarde embutidas en cazadoras vaqueras y en vestidos que dejaban al descubierto unos muslos regordetes; los ojos cansados y tristes, el rímel churretoso, los tacones gastados de tanto patear bocacalles. Los edificios de la Monarquía –la zona fue parte del Imperio- se mantenían en buena forma pero, a la puerta de las ruinosas edificaciones de la época comunista, ancianos ríspidos en chandal fumaban caliqueños echando miradas golosas al coche –era bueno-; se escuchaba la conversación de indivíduos que se peleaban por los resultados de las partidas de cartas de los patios traseros; los niños jugaban desganadamente a perseguirse montados en bicicletas herrumbrosas. Las tiendas, al contrario que en Austria, no hacían descanso dominical –y uno hubiera querido que se hubieran atenido a él- mercancías macilentas en las calles, maniquíes de mirada perdida que se pudrían al sol en unos escaparates que no habían sentido la mirada de un cliente desde que Michael Jackson volvió a poner de moda a los muertos vivientes.
Pasados unos veinte minutos, mi acompañante me preguntó:
-¿Has tenido bastante?
Yo me encogí de hombros.
Volvimos a pasar la frontera y nos sentamos en un pequeño restaurante familiar que anunciaba las mejores costillas a la parrilla de la comarca.
Yo pensaba en el futuro de los niños que había visto y en el tremendo desperdicio que suponía que su talento se agostase en aquel entorno.
Detrás de mí, había unos cuantos juguetes diseñados para infantes felices, nacidos en el mundo capitalista, educados para ganar desde la guardería.
Un artilugio que allí había, ha empezado a tocar “Over the rainbow”.
Me ha parecido demasiado simbólico.
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