Escrivá de Balaguer y Quentin Tarantino: dos vidas marcadas por la misma tragedia
27 de Septiembre.- Ser un director de culto debe de ser duro si eres de esas personas que tienen cierto apego por la realidad.
Una situación surrealista (a medias prisión dorada, a medias inyección de ego constante) que debe de ser como una que narra el periodista español Luis Carandell (q.e.p.d.) en su estupenda (y desternillante) biografía de Jose María Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei.
Cuenta el periodista que como los miembros de la Obra, con muy buen ojo clínico, estaban convencidos de que convivían con un santo (o con alguien, que en algún momento, lo sería) tenían siempre a dos tipos con una libreta detrás del sacerdote barbastrino apuntando aquellas frases que decía por si los exégetas futuros podían sacar algo espiritual de ellas. Pues bien: según el zumbón volúmen de Carandell, un día estaba el beatífico cura aragonés en Torreciudad cuando, en mitad de un acto a cielo abierto, en pleno verano, sintió sed y pidió una Coca-cola. Inmediatamente, los alrededores del orador se llenaron de susurros jubilosos y de ojos en blanco:
-¡Una coca-cola! !El Padre ha pedido una coca-cola!
Se le pasó la botellita y se apuntó que, también los santos futuribles, gustan de las bebidas caudadas (o sea, con cola).
Me vino esto a la cabeza viendo Inglorious Basterds, de Quentin Tarantino. Una película muy estimable pero lastrada, en mi opinión, porque no hay nadie que le diga a Quentin que tirar folios a la papelera sólo es un pecado para los chicos de Greenpeace y que, en cualquier caso, si el bosque tropical te duele en el alma, el reciclaje (de ideas y de papel) también existe.
Porque, lo mismo que las flores demasiado apretujadas en un jardín, muchas ideas juntas (aunque sean brillantísimas, como en este caso) en poco sitio también se asfixian.
Pero claro: Almodóvar, Jim Jarmusch, los hermanos Cohen –a quienes IB debe bastantes cosas- y Tarantino, pertenecen ya por derecho a ese grupo de intocables que te tienen que gustar para poder presumir de no ser de esos que le dan al cine de Van Damme o de Chuck Norris (si llevas gafas de pasta, como es mi caso, además de gustarte estás en la obligación de besar el suelo que pisan y de incluirlos en tus oraciones todas las noches detrás del “cuatro esquinitas tiene mi cama y cuadro directores creativos y originales me la guardan”).
Dicho lo cual: IB tiene un par de momentos de quitarse el sombrero (o las gafas de pasta). Incluso, algo infrecuente en el cine de hoy en día, secuencias enteras brillantísimas. Pero es una película que comete lo que para mí es un pecado: las partes están claramente privilegiadas sobre el conjunto, por lo cual el ritmo se escachifolla con cierta frecuencia. Tarantino confía en que, como los que van a ver sus pelis ya están al tanto de “su personal estilo”, todo se le perdonará. Pero si uno mira su película con un poco de sentido práctico tiene que convenir en que además de ofrecer unas buenas interpretaciones (que las ofrece), cinefilia de la buena (que la ofrece), y momentos de humor bruto (que los ofrece) el resultado final ganaría muchísimo si se cortasen algunos meandros innecesarios que hacen que el respetable remueva el culete en las butacas con más frecuencia de la que sería deseable (sobre todo a partir de la segunda hora de película).
El actor austriaco Christoph Walz
Ahora bien: el descubrimiento de esta peli se llama Christoph Walz (por eso hablo yo de ella). Herr Walz es un actor austriaco (vienés) que, hasta que Tarantino llamó a su puerta, se dedicaba sobre todo a ser malo en series de televisión de esas que pirran al público germanoparlante. Curiosamente, Herr Walz y yo, según internet, tenemos por lo menos tres cosas en común: ambos somos libra, ambos medimos lo mismo (1,74) y ambos hablamos inglés, francés y alemán. En fin: el malo de la peli es, con muchísima diferencia, lo mejor de ella. La interpretación de Walz le pone a la altura de lo mejor del Hollywood clásico. Plano en el que sale, plano que roba. Esperemos que, para él, no llegue tarde el descubrimiento como para otro excelente actor alemán formado en las galeras de la tele: el enorme (y fallecido) Ulrich Mühe (La vida de los otros).
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