Para prevenir el cáncer de piel, el Gobierno austriaco se ha visto obligado a prohibir los rayos UVA entre los jóvenes (me pregunto por qué…)
13 de Noviembre.- En Viena, a las cuatro de la tarde cae la noche. Es una oscuridad mucho más cerrada que la madrileña, porque, ya sea por conciencia ecológica o por el conocido espíritu ahorrador aborígen, las calles están mucho más oscuras que en España.
Yo salgo de trabajar un par de horas más tarde, y me dirijo al metro que me pilla a diez minutos de la oficina. A pesar de que mi barrio está lleno de mansiones y de señoras mayores que van vestidas de Chanel, también hay muchas viviendas de protección oficial (Gemeinde Bau). Particularmente, un enorme edificio de los años treinta que está a la vera del Gürtel y en el que viven sobre todo turcos y gentes procedentes de la Europa del Este.
Hace un par de tardes subí al metro (último vagón del convoy, como siempre) y me senté frente a una señora de unos setenta años. Iba muy correctamente vestida, como suele suceder con los ancianos aquí. Con la ropa inmaculada y planchadísima. Tras de mí, subió al tren una pandilla de jóvenes cuyas familias, saltaba a la vista, no eran austriacas. Hablaban entre ellos en un idioma que no pude identificar y de vez en cuando soltaban alguna palabra alemana, a pesar de lo cual quedaba claro que habían conseguido pasar por el sistema educativo sin que a su incultura general le quedasen mayores secuelas. Eran unos cuantos chicos y una chica, que era la que más ruido hacía. Bien porque obra de alguna sustancia o bien porque fuera así, la muchacha llevaba un andar vacilante y no apartaba la vista de la pantalla de un móvil en la que seleccionaba músicas que no duraban más de veinte segundos. Al tercer corte de bakalao (¿Se seguirá llamando así?) balcánico, la señora anciana frente a mí empezó a impacientarse. Los chicos que acompañaban a la diyei escupían de vez en cuando por un colmillo, mirando despectivamente al suelo del vagón; se rascaban la entrepierna del chandal o se revolvían en sus cazadoras negras de cuero artificial.
Cuando la chica me pidió que me cambiara de sitio para poder sentarse cerca del elegido de su corazón (lo hizo bastante amablemente, por cierto) la señora anciana puso los ojos en el techo, apretó el bolso contra el regazo –por un momento pensé que le iba a estampar a la pobre muchacha un bolsazo en toda la jeta- y luego buscó mis ojos para pedirme a) que hiciera algo o b) para recavar apoyo moral. Fui cobarde, lo confieso, y enterré la mirada en La Regenta –he vuelto a empezar a releerla estos días -.
La chica del móvil paró sentada dos minutos. No llegó a una estación. Volvió a levantarse y, mientras acechaba la presencia de revisores por el cristal de la puerta del vagón, bailoteaba al ritmo de la música machacona. Llegados a este punto, a la señora mayor se la oía pensar (juraba en sánscrito). Las manos se crispaban alrededor de las asas del bolso, las rodillas se juntaban con esa fuerza de quien está luchando por no decir una palabra más alta que otra.
Por supuesto, yo hacía como que leía mientras contemplaba toda la escena de reojo. Me preguntaba si, cuando yo sea viejo, me haré también así. El mundo en el que se educó mi iracunda compañera de vagón daba toda la importancia posible a las formas . Los modales lo eran todo y, si algo son los buenos modales, es una represión de los deseos propios en favor del bienestar público. Dado que la corriente cultural mayoritaria parece tender al express yourself y que se hunda el mundo…En fin.¿O será que cuando uno se hace viejo el mundo se vuelve duro y salvaje?
Al llegar a este punto, preferí volver a intentar leer.
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