Una imagen de una representación de El Caballero de la Rosa de Richard Strauss
9 de Febrero.- El Teatro de la Ópera de Viena es uno de los pocos teatros líricos del mundo que puede permitirse ofrecer un espectáculo diferente todos los días (de cada espectáculo se dan cinco o seis representaciones mensuales). Por otra parte, esta variedad en la oferta, no sólo es la única manera de que una institución que está enfocada a un público tan minoritario tenga cierta viabilidad económica, sino que, además, resulta un privilegio para los aficionados o para los que, como yo, aspiramos a serlo algún día.
Gracias a la variedad de su programación, los amantes de ese arte en extinción que es la ópera, podemos acercarnos en directo a estilos diferentes, probar, buscar, comparar, y terminar formando un gusto propio.
El domingo estuve viendo en la Statsoper El Caballero de la Rosa, de Richard Strauss. Creo que es la ópera más moderna que he visto hasta ahora (se estrenó en 1911) y, aunque tengo que decir que no me gustó demasiado (particularmente durante el primer acto tuve serios problemas para mantenerme despierto) tengo que reconocer que mi aburrimiento se debió menos a la música que a la anticuadísima dirección escénica del montaje que yo vi. Los actores estaban como palos (tampoco es que los cantantes de ópera accedan normalmente a moverse mucho, pero de ahí a pillar una posición y congelar la postura va un abismo) y, sospecho que eran muy buenos cantantes pero que, fuera de su instrumento vocal, no tenían muchos recursos.
Con esta ópera, sin embargo, me ha sucedido una cosa curiosa y es que, cuando la recuerdo, descubro poco a poco que cada vez me gusta más. La música me parece mucho más exhuberante en el recuerdo de lo que me pareció en directo. Y, de pronto, lo que en principio me pareció una carencia (la falta casi absoluta de árias y melodías delimitadas) ahora me gusta, porque percibo la ópera desde lejos como un único paisaje sonoro elegante y complejo.
El Caballero de la Rosa surgió por el deseo de Strauss de tratar un tema algo más ligero que en sus obras anteriores (Salomé y Electra, tampoco es que el hombre fuera la alegría de la huerta). Y por eso le encargó a su colaborador Hugo von Hofmannsthal un libreto ambientado en la Viena del siglo XVIII –primeros años del reinado de Maria Teresa- con evidentes resonancias mozartianas. De hecho, sólo por el argumento, la obra hubiera podido ser una ópera de la etapa luminosa de Wolfgang Amadeus, con sus punto bodevilesco, sus personajes que se disfrazan y son cortejados, el amor vigoroso y juvenil. Una especie de aventuras apócrifas del Cherubino de Las Bodas de Fígaro. Pero El Caballero de la Rosa está atravesada por un enorme ramalazo de tristeza que impide que la comedia, que estaría destinada en principio a aligerar algunos momentos, termine de despegar. Incluso el final feliz artificial se da a costa de que el héroe (El Caballero de la Rosa, que interpreta una mezzo) traicione el amor eterno que ha jurado en el primer acto a una mujer mayor que él, para cambiarla por una mujer joven (una soprano, por cierto, más pava que otra cosa en la versión que yo vi).
El tercer acto es un tour de force vocal. Más de tres cuartos de hora de tres personajes en el escenario que suben que bajan, que se explican que se superponen, que dudan, y que abarcan todo el espectro de un amor que entra en el ocaso y de otro que nace.
A pesar de que, como digo, la obra va en crescendo y el segundo y el tercer acto son mucho mejores que el primero, a mí me dio dolor de corazón un matrimonio de japoneses jubilados que estaban sentados a mi lado y que, se veía incluso detrás de la impasibilidad nipona, estaban sobrepasados por cuatro horas de espectáculo (más largo se les hizo aquello que un viaje Madrid-Soria en autobús).
Me los imaginaba a los pobres trabajando toda su vida en la Toyota ahorrando para disfrutar de la divina experiencia de una ópera en vivo y en directo y pensando, para sus adentros en lo bien que estarían ellos tomándose un refresquete en la tienda de sushi del Opernpassage.
La vida, como en El Caballero de la Rosa, es así: a veces, cuando te dan lo que pedías y creías que desesabas tanto, piensas que por qué no habrás nacido in vitro.
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