Porque, si bien se mira, ser niño es un coñazo de mucho cuidao. Particularmente, si como yo fui, se es un niño que llega a la adolescencia con la vajilla completa (o sea, sin haber roto un plato). Yo fui un niño más bien miedica (los adultos, particularmente, era lo que más miedo me daba) y mis grandes placeres estuvieron –suerte para mí- en los libros. Supongo que es por esta razón por lo que en mi familia siguen sosteniendo que, a pesar de la emigración, del teatro (que siempre malea) y de los años –que a estos efectos y aunque pueda parecer lo contrario, sirven para poco- yo soy una persona tirando a inocente. Aunque yo prefiero pensar que a mí, lo que me pasa, es que me parece que pensar mal del prójimo de muy mala educación. Que está feo, vaya.
Hace algunos meses me enteré de que en Feisbuk (esa herramienta diabólica) un alma buena había creado un grupo de exalumnos de mi colegio –ya desaparecido, mi colegio, no el grupo-; me metí y me bajé algunas fotos en las que aparezco -por ejemplo, la que encabeza este post- y, tras actualizar en mi registro mental de caras el nuevo aspecto de aquella gente que sufrió conmigo las raíces cuadradas y las conjugaciones verbales, me puse a leer los comentarios. Mi sorpresa fue que todos hablaban de aquel tiempo con la nostalgia que se reserva al edén. Yo no tengo esa sensación y, aunque pueda sonar cínico y sin querer ofender a nadie, pienso que ese barniz con el que la infancia se recubre a posteriori es de la misma naturaleza falsa y tontorrona que la mitología en la que se fundan todos los nacionalismos. A saber: un día fuimos dioses y hoy nos encontramos reducidos (por la vida o por quien sea) a este miserable estado.
Y ni ahora estamos tan mal, ni de críos éramos tan felices.
Aceptar esa verdad, sin embargo, parece que es tan doloroso como pillarse las partes con la tapa del piano.
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