18 de Marzo.- Desde que Abel, allá por el neolítico, se decidió a plantar nabos en Oriente Medio, en la cuenca del llamado Creciente Fértil, la Humanidad ha tenido que convivir con pleitos constantes a propósito de linderos y herencias. Fue probablemente una de estas disputas la que hizo que uno de los abuelos de Hitler, de nombre Schickelgruber decidiera cambiar el nombre familiar y sustituirlo por un apellido relativamente corriente en las feraces tierras regadas por el Salzbach. Un nombre que, a lo largo del siglo XIX tuvo una ortografía vacilante. Unos lo escribían Hütler , otros Hietler y otros utilizando la ortografía que se ha hecho tristemente famosa. Lo que no podía sospechar este buen hombre es que, con su decisión, contribuiría no poco al siniestro éxito de uno de sus descendientes. Porque claro, qué serían las pelis de alemanes si, al entrar en una habitación con un prisionero inglés agarrado por los sobacos, los oficiales de las SS levantaran el brazo a la romana y dijeran:
-¡Heil, Schickelgruber!
Ayer, en medio de una reunión de amabilísimos aborígenes, contaba yo la historia de esta decisión de mercadotecnia política que parece una pequeñez pero que fue tan importante para torcer la historia del difunto siglo pasado.
Salió la conversación porque, en uno de esos errores que hacen que los extranjeros, a veces, seamos tan cómicos, dije que un amigo que se dedica a culturizar turistas era un “führer” (en su sentido literal, guía, de zu führen, guiar). Palabra reservada para el malvado hijo de Braunau.
Correctamente, esta profesión que mi amigo desempeña con tanta brillantez se llama Reiseleiter. Cuando comenté que mi amigo era Führer, a los amables aborígenes les entró la risa nerviosa y se lanzaron a hacer convincentes imitaciones del tito Schickelgruber dirigiendo turistas japoneses con la aterciopelada voz que utilizaba en sus discursos para preconizar el exterminio de millones de personas.
Es curioso que aún teniendo políticos tan echados al monte, incluso admiradores confesos del del bigotillo, el nazismo sigue siendo un tabú en Austria; algo de lo que se habla a media voz. Y no sólo el nazismo, sino todo lo que le rodeó, como el asunto de las razas.
Hace unas semanas, por ejemplo, en distendida conversación con mi primo N. en casa de unas amistadas comunes, le comentaba yo, delante de su B., que tenía cara de castellano viejo (él es de la ciudad en donde los riscos son urbanizables) a lo que él me contestó que más que de castellano de lo que tenía cara era de judío. B., que habla perfectamente español, ya está acostumbrada a estas conversaciones, pero la otra pareja presente lo flipó bastante y más cuando yo, de coña, dije que no me había fijado en la nariz y esas cosas. La misma palabra “judío” está proscrita de las conversaciones aunque, domine el sentimiento entre la gente de cierta edad –con estudios, hijos de la prosperidad de la posguerra mundial- de que mejor haber vivido en el nazismo que haber tenido que soportar el comunismo.
La palabra nazi también está borrada completamente del mapa y aquí sería imposible comentar del jefe de uno que “es un nazi” (aunque de verdad lo sea). Aquí sí que se meaban de risa mis amigos, y no entendían cómo había podido pasar al lenguaje coloquial una palabra que ellos asocian, con toda la razón, con los siniestros experimentos de Mengele. Yo les expliqué que nuestra experiencia de los nazis se reduce a esos caballeros de abrigo de cuero que hablaban arrastrando la erre y cambiando los géneros en las películas americanas; unos indivíduos tontos, cabezas cuadradas y con una curiosa manía por el autoritarismo que, además, perdían siempre al final del film.
Como en la realidad, ¿Verdad?
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