El fuego y la palabra


24 de Marzo.- Querida sobrina: el domingo pasado, a las cuatro y media, mientras volvía de Munich, me llamaste tío por primera vez en algún punto indeterminado de las afueras de Salzburg. Me pilló desprevenido y me dejaste sin palabras, la verdad. Y, como soy más sentimental que Bustamante (¿Sabrás tú quién es Bustamante cuando leas estas cartas? Por tu bien espero que no) pues, como te decía, como soy más tierno que el arroz con leche, se me hizo un nudo en la garganta y se me empañaron los ojos. Al minuto, sólo pude decirle a tu abuela “Dale un beso a esa niña, por Dios”. Son los ridículos a los que a veces nos conduce el sentimiento. En fin.


En un proceso parecido al que ha producido que, en dos días de sol (dos, Ainara, dos) los matojos sarmentosos que hay de camino a mi oficina se hayan llenado de brotes verdes, desde que tú estás yendo a la guardería has empezado a conquistar el lenguaje a toda velocidad. Las profesoras te han enseñado onomatopeyas (¿Cómo hacen las ranas? ¿Cómo hacen las vacas?) y tú, que vas para bióloga –los animales te fascinan– las imitabas y te morías de risa.


Cuando yo estuve en Madrid, llamaste a tu abuela (mi madre) yaya (se le cayó la baba también); porque papá y mamá ya eran viejos conocidos. Abuelo es una palabra trisílaba y sin sonidos repetidos, pero como vas embalada no dudo que pronto la dominarás también.


Quizá lo que me emocionó tanto cuando te oí llamarme (aún sabiendo que no sabías exactamente lo que significa tío y que lo ignoras todo de las circunstancias que hacían que yo estuviera ausente) es que estabas volviendo a nacer. Con la palabra, has empezado la misma revolución que, en nuestra cultura, adquirió pronto una categoría mítica. Baste recordar el Génesis, en ese momento en que Yahvé, antes de hacer la primera operación de ingeniería genética de la Historia para crear a Eva, puso al bisoño Adán ante los animales del Edén para que los nombrara. O, casi tan antigua como esta mitología bíblica, la leyenda hebrea del Golem, el hombre de barro al que se despertaba con una palabra.


Se conquista el mundo nombrándolo, se lo comprende o se le deja definitivamente de entender, se lo cambia a base de hablar de él. Tú misma, con tus primeros balbuceos, has iniciado la misma revolución que tu padre y yo emprendimos en los primeros años de nuestra vida. Cuando estés delante, ya no seremos más los que éramos antes (yo, Francis; mi hermano, Sebas; tu madre, Moni; y así) sino que pasaremos a ser “el titi Paco”, “Papá” o “Mamá”. Incluso es probable que acabemos nombrándonos así entre nosotros. Así o con las palabras que tú inventes para referirte a nosotros. Nominándonos, Ainara, nos cambiarás. Nos has cambiado ya. Nos has dado una identidad nueva, más fresca. Sin saberlo, nos has hecho evolucionar.


Pensándolo bien, sobrina, estas cartas podrían reducirse a reflexiones a propósito de los usos que le darás al instrumento que estás empezando a tantear. La infancia está llena de admoniciones relacionadas con las palabras. Tus palabras de niña nos harán reir o nos meterán en líos cuando no tengamos suficiente cuidado de ocultarte según qué cosas. Estos líos y otros en que tú sola te metas formarán parte del aprendizaje. Igual que se recuerda dolorosamente que el cuchillo corta, aprenderás que hay palabras que hieren porque, una vez dichas, permanecen para siempre en el aire. Sabremos que has hecho nuevas amistades cuando empieces a usar palabras que no usabas antes (¿Dónde habrá oido la niña eso?); cuando crezcas, si Dios quiere, nos consolarás por medio de palabras, o nos atacarás o nos reprocharás cosas que podríamos haberte dicho, velos que mantuvimos ante ti (palabras, siempre las palabras).


Por todo esto y por algunas cosas más, lloré el domingo.


Besos de tu tío.

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Comentarios

4 respuestas a «El fuego y la palabra»

  1. Avatar de amelche

    Hombre, todo eso no lo pensarías en los dos segundos que dura pronunciar, “tío”. Lo reflexionarías después. 🙂

    Pensaba que “yaya” era una palabra de mi región para nombrar a las abuelas, pero veo que no. También existe aquí “yayo” para los abuelos, que es más corto que pronunciar: “abuelo”.

    ¿Qué te voy a contar yo, que soy filóloga, sobre la magia de las palabras, de la lengua? Además, ya lo has explicado tú muy bien.

  2. Avatar de Anonymous
    Anonymous

    Que potito, herpato. Snif, snif. La palabra es una cosa mas, arte, cuando la usas tu. Besos de tu herpato.

  3. Avatar de Paco Bernal

    Hola!

    Gracias por vuestros comentarios.

    A Amelche: jajaja. Estas filólogas se las saben todas jajaja. La reflexión fue posterior, es cierto; pero el sentimiento fue inmediato.

    Saludetes

    A mi hermano: a que poesía soy yo? jajajaja. Me alegro que te haya gustado.

    Besos

  4. Avatar de Isa

    Hola Paco, que hasta yo he llorado con esta historia. Qué afortunada tu sobrina con la colección de cartas tan estupendas que le dejas como legado.
    Un abrazo.

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