En la carnicería

7 de Abril.- Querida Ainara: tú no te das cuenta, pero estás haciendo progresos a pasos agigantados. Escuchándote (lástima que no pueda verte) uno casi puede imaginarse el diálogo frenético que tus neuronas están iniciando entre ellas. Contándose cosas, enlazándose, formando la red que, algún día, será más tú que tú misma.
Cada día es una palabra nueva, o dos, o más. Un nuevo concepto. Lo que ayer era una mancha hoy es una realidad que empieza a enfocarse.
Yo no soy psicólogo, pero, en estos casos, me gustaría serlo. Para poder presenciar con más conocimiento de causa este proceso fascinante que te está alejando de nuestros hermanos los chimpancés (la frontera norte de la inteligencia de un chimpancé es el bebé humano) para empezar a acercarte a lo que un día, si Dios quiere, será una inteligencia organizada que podrá ser creativa ante situaciones nuevas, aprender cómo se resuelve una raiz cuadrada o una ecuación de segundo grado, recitar de memoria la canción de tu cantante atontolinado favorito o reconocer dónde se ha producido un atentado terrorista sólo con que le enseñen un mapa esquemático en la segunda edición del telediario.
Anoche, ya en la cama, después de un largo día de trabajo, pensaba yo en los juegos que te enseña tu bisabuela; los mismos, supongo, que yo aprendí también cuando yo tenía tu edad. Unos juegos en apariencia sencillos pero que constituyen un adiestramiento, perfeccionado durante generaciones, a propósito de capacidades primarias necesarias en la vida de todos los días. Son mensajes cifrados para el cerebro, que enseñan, por ejemplo, la paciencia.
En el último juego que aprendiste hace una semana, tu bisabuela se sentaba delante de ti y empezaba a hacer con el canto de la mano como que cortaba partes de tu cuerpo: “Cuando vayas a la carnicería que no te corten por aquí, ni por aquí, ni por aquí, ni por aquí…” y, al final, “!Que te corten por aquí!” y te hace cosquillas en la tripilla. Yo he trabajado también con niños y, también para el adulto, es fascinante la preparación, la tensión que va subiendo con cada “por aquí”, porque sientes una electricidad en el aire, cómo el niño está esperando el gag del juego, las cosquillas, el chiste, lo que sea, para morirse de risa. Lo que es lo mismo: la recompensa por la paciencia demostrada.
Hace unos días, cuando llamé a tu abuela (te estaba dando de comer) tú misma tratabas de reproducir el golpe de efecto del juego, haciendo tú misma con las manitas los cortes en los brazos o en las piernas. Supongo que es lo mismo que yo trato de hacer cuando escribo: tratar de reproducir por mis propios, limitados medios, el placer que me produce la escritura de otros.
Los juegos que tienen esta estructura de ciclos cortos –más o menos dentro de un año dejarán de interesarte y preferirás entretenimientos más complejos- enseñan que, tras la paciencia, viene casi siempre la recompensa. La capacidad de postergar el propio placer es uno de los símbolos más evidentes de la presencia de la inteligencia. Quizá, porque indica también la presencia de la capacidad de cálculo. Parece mentira pero estas unidades mínimas de comunicación enseñan a controlar la ansiedad, a trabajar con expectativas; los juegos nos sacan del primario mundo de la bestia y nos elevan, subidos en globos de colores, hasta la sofisticada realidad del que puede hacerse composiciones de lugar y prepararse ante las eventualidades de la vida.
Resulta milagroso, Ainara, todo lo que aprendemos de niños sin darnos cuenta.
Besos de tu tío

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