Escribo ahora en el antiguo, achacoso (el achaque consiste en que se apaga cuando quiere) con lo cual, si durante los próximos quince días Viena Directo falta a su cita habitual, sabrán mis lectores por qué es. Porque a mi trasto le ha entrado hipo y ha decidido no despertarse.
Otro momento en el que falté a mi cita fue el jueves pasado. Ya lo sé. Se debió a que a) en Austria fue fiesta y b) estuve de comunión. Lo cual me permitió comprobar sobre el terreno las similitudes y las diferencias de una cosa que es tan típica de todos los países católicos.
La ceremonia se desarrolló en la localidad de Neusiedl Am See, en Burgenland. Y empezó, creo, bastante pronto para los estándares celtíberos. A las nueve y media se organizó una procesión que recorrió la calle principal del pueblo. La encabezaba una cruz, una banda de música y unas mujeres en traje típico. Seguían los catecúmenos, en ayunas, como manda el precepto. Y la cerraba el sacerdote, con rostro algo serio, y los padres. Los paparazzi revoloteábamos alrededor de la comitiva sacando fotos del crío o la cría que nos tocaran más cerca.
El sacerdote inició la ceremonia con un acento espantoso (yo no quiero saber lo que dirán los aborígenes del mío, pero la verdad es que escuchar a aquel hombre daba dolor de tripa) y fueron sucediéndose las diferentes etapas de la misa, amenizadas con el tipo de canciones que se cantan para estas cosas y que es mejor no entrar a valorar. Los críos escuchaban bien aleccionados, las catequistas acechaban cualquier rastro de indisciplina, el sacerdote maltrataba el alemán con el encarnizamiento que sólo puede mostrar un nativo de las tundras y y yo me acordaba de cuando, en mi infancia, los hombres de la familia aprovechaban este tipo de cosas para tomarse una cervecita en el bar más próximo.
Tras la ceremonia, a las doce, el restaurante. Y tras el restaurante, a las dos y media, vuelta a la iglesia para la bendición de los críos; ya miembros de pleno derecho de la grey católica a un tris de perder esa inocencia que nos permitía creer a pies juntillas las explicaciones del sacerdote sobre la eternidad o sobre divinidades que se esconden en el corazón puro de los críos.
El sacerdote, tonante, preguntó durante la especie de homilía que precedió a la bendición quién había recibido aquel día un rosario como regalo. Una, dos, tres manos, se levantaron tímidamente en el frescor de la iglesia abarrotada. Y el polaco le echó un broncote a los padres de aquí te espero e invocó el sagrado nombre de las abuelas (pocas presentes, estaban reposando después del abundante ágape) y las instó a que premiasen a cada crío con un rosario. Vale tres euros (los hay hasta fosforitos) y se usan de tal y cual manera. No creo que él mismo se hiciera muchas ilusiones de que los chavales, después del palizote de la comunión y la posterior bendición (que duró tres cuartos de hora) fueran a convertirse en pías ovejitas del aprisco papal, pero el hombre cumplió. Con nula empatía, pero cumplió con su deber.
Luego, se prolongó la fiesta hasta la tarde, en alegre y amabilísima compañía.
Lástima que al día siguiente hubo que trabajar.
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