20 de Julio.- Cuando yo era (más) jovencito (que ahora) tuve un profesor de Historia del Pensamiento Económico que, día sí y día también, nos miraba desde las alturas de su desprecio y citaba el famoso adagio:
–Quien a los veinte años no es de izquierdas no tiene corazón. Quien a los cuarenta años es de izquierdas no tiene cabeza.
Nosotros, el alumnado, nos mirábamos los unos a los otros y cuchicheábamos algo escandalizados, como si el profesor hubiera hecho apología de un nuevo modelo de cámara de gas para deshacerse de los disminuidos psíquicos o físicos. Y es que entonces nos parecía que no había otra forma de estar en el mundo que ese conjunto de valores idealistas y vagamente rojizos que entonces considerábamos el colmo de la progresía.
Este profesor era muy inteligente. De hecho, uno de los pocos que yo tuve en la carrera a los que se podía respetar intelectualmente –tuve mala suerte y mi facultad, salvo honrosísimas excepciones, estaba poblada con lo más zarrapastroso del sistema educativo español-.
El problema que tenía este señor era su acrisolada argentinidad que le hacía ser, en profesor de Historia del Pensamiento Económico, lo que Maradona es en el fútbol. O sea, y hoy va de citas y refranes, “compra a un argentino por lo que vale y véndelo por lo que dice que vale”. Creo que se me entiende.
El primer día de clase, este caballero intentó apabullarnos con su currículum, en el que figuraban, por ejemplo, un par de tardes en el Banco Mundial (esa institución que a nosotros, entonces como ahora, nos parecía tan lejana, tan oscura y tan vagamente mafiosa como el tribunal supremo de alguna dictadura militar) y, a partir de ahí, creo que por un deseo algo infantil de epatar, nuestro amigo el argentino dedicaba sus horas de lección a revolverle el estómago al puñadico de perroflautas que formaban una asociación llamada “Carlos Marx”, a base de soflamas en las que defendía la libre empresa, al Dios Mercado y la especulación como una de las bellas artes.
Me acordaba yo de este profesor ayer, mientras leía las noticias sobre el sospechoso aumento de bajas entre los controladores del aeropuerto barceloní de El Prat. Y pensaba yo que, al no tener aún cuarenta años (aunque me falte poco) no soy completamente de derechas pero tampoco soy tan de izquierdas como era con veintidós. Y pensaba yo que la diferencia entre alguien puramente de izquierdas y alguien puramente de derechas es que quizá los primeros confían completamente en el ser humano (ese obrero fortachón, guapete y arremangado que aparece en todos los murales del realismo socialista) y las personas puramente de derechas confían en el ser humano demasiado poco, por lo cual terminan pensando que lo mejor que le puede pasar al hombre es vivir en un sistema dictatorial rigurosamente regulado en el que no haya demasiadas oportunidades para poder expresar opiniones propias, para que así todo el mundo esté quietecito y metido en vereda. Como diría mi cuñada, a su cartón.
Los que estamos en medio, movemos la cabeza y decimos que más sabe el diablo por viejo que por diablo.
Siguiendo el hilo, un tanto vago, de mi razonamiento, pensaba yo que, de manera un tanto paradójica, en España sólo se pueden permitir ejercer derechos típicamente de izquierdas (a la huelga, por ejemplo) aquellos trabajadores que tienen un interés de clase que, visto con toda la objetividad, tiene un componente fuertemente conservador. O sea, que en España hacen huelga personas que hablan como los proletarios decimonónicos pero que viven como medianos o aún prósperos burgueses. Por ejemplo, los empleados del suburbano de Madrid, que gozan de unas prebendas de las que, si el mundo fuera justo, deberíamos gozar todos.
Y ya, echando el pensamiento atrás, me acordaba yo de las huelgas de actores de doblaje y de una graciosa anécdota de cuyo protagonista no diré el nombre pero del que se decía que asistía a las manifestaciones en una lujosa berlina Mercedes que dejaba aparcada a pocas manzanas de los Estudios Cinearte de Madrid (naturalmente, para que no se la rayaran si a alguno le daba por el tema anticapitalista).
La tentación pues de pensar que el mundo es un asco y de hundirse en la fosa séptica del pesimismo radical resulta muy fuerte. Pero, sin ideales ¿Qué sería esta vida? Quizá en nombre de nuestra tranquilidad de espíritu, algunos días, no habría que abrir el periódico.
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