Elvis in Japan

(Publicado originalmente el 18 de Enero de 2010)


La floreciente cinematografía austriaca vive una pequeña edad de oro: el director Michael Haneke y el vienés Christoph Waltz han ganado sendos globos de oro. El primero, por su película La Cinta Blanca, y el segundo por su magistral interpretación de un oficial austriaco de las SS en la última obra de Tarantino, Inglorious Basterds . En cambio, nuestra Penélope se ha ido de vacío –injustamente, no hay que dudarlo-.

La noche del viernes me acordaba yo de un conocido, chaval majísimo por otro lado, que una vez me contó una historia de esas que quedan fenomenal en las charlas de sobremesa.

Este chico era artista. Dado que corrían malos tiempos para la lírica en el Madrid de finales de siglo pasado y principios de este, decidió aceptar un trabajo que, a primera vista, tenía una pinta muy atractiva. Consistía en pasar todo un año en Japón, en una isla (grandecita), con un sólo fin de semana libre al mes ¿Y haciendo qué? Se preguntarán mis lectores. Muy sencillo: mi amigo tenía que hacer de español a cambio de una paga jugosísima.

Según sus explicaciones, un grupo de emprendedores japoneses había construido un parque temático en el que habían recreado diferentes destinos exóticos (para los del sol naciente, España es un lugar tremendamente exótico, claro). Dos veces al día, los españoles, pertrechados con todos los atavíos de una arcadia imaginada por Juanito Valderrama, tenían que desfilar al estilo Disneyworld dejando patente, ellos, que eran lo más de lo más de lo racial (mostrando, si era posible, pelambrera pectoral). Y ellas, que eran hembras de rompe y rasga, Cármenes de España auténticas  y no copias pirata de Merimée.

Contaba mi amigo que fue en aquel extraño contexto en donde vio los primeros teléfonos móviles con cámara que, al principio, tomó por desconocidos artilugios grabadores.

Sin embargo, lo que al principio había parecido un regalo, pronto se reveló como una reclusión casi intolerable. El ambiente entre la corta centena de españoles encerrados en la isla y que, por lo que parece, no tenían ningún contacto con otras nacionalidades (pongamos los escoceses o los habitantes francoparlantes del Africa ecuatorial) empezó a enrarecerse.

Después del primer mes de fiestas rotatorias en las habitaciones, transcurrido otro de sexo según todas las posibilidades que ofrece la combinatoria (y que el ambiente artístico, por otra parte, favorece), los españoles suspiraban por el fin de semana libre mensual que mi amigo aprovechaba para pasar en Tokio, durmiendo a veces en unos hoteles baratos (aunque horriblemente limpios) que ofrecían unas camitas minúsculas parecidas a asfixiantes ataúdes. Lo que fuera en vez de permanecer en aquella isla que a él se le hacía peor que Alcatraz.

Una vez cumplido el contrato, un par de valientes sin mayores ataduras decidieron renovar. Mi amigo aborreció para siempre el sushi.

Me acordaba yo de esto el viernes en un concierto al que fui. Tocaban los músicos originales que habían acompañado a Elvis Presley. Cada dos o tres canciones salía al escenario un tal Mr. Sposito que, por lo visto, había sido algo parecido a un manager de El Rey y contaba unas anécdotas en las que Elvis aparecía como un ser de una perfección fuera de este mundo. No sé por qué me dio por pensar en aquellos abuelos agarrados a sus bajos, a sus teclados ¿Qué sentirian cuando todo su valor profesional se basaba en haber servido de apoyo musical a la voz más conocida del siglo XX? ¿Qué ambiente habría entre aquellos señores octogenarios que, si querían comer, se veían forzados a peregrinar por esas carreteras juntos, como el último residuo de un pelotón de soldados confederados, cercados por el paso implacable de los años?

Lo que sí me quedó claro fue que tenían claro la regla fundamental del mundo del espectáculo: vivimos del público. Cuando firmaban autógrafos todos sonreían enseñando sus perfectos piños postizos.


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