El actor Jon Hamm, Don Draper en la ficción
24 de Octubre.- Uno empieza a notar que se está haciendo mayor cuando, de pronto, le apetece muchísimo quedarse en casa un sábado.Yo hice eso ayer. Cuatro episodios de Mad Men que disfruté como hacía mucho tiempo que no disfrutaba. Porque era terminar uno y pensar “Dios mío, esto no hay quien lo supere” y llegar al final del siguiente capítulo y decir “lo han superado, parecía imposible pero lo han superado” y añadía para mis adentros pensando en los agudos guionistas de la serie “viva la madre que los parió..”.
Mad Men es una maravilla llena de clase, de glamour, de esplendor. Una maravilla que, por cierto, hay que ver en inglés. Verla doblada –al idioma que sea- es como echarle Casera a un buen Rioja: una herejía.
(Esto lo digo por experiencia propia: por circunstancias que no vienen al caso, he visto los tres primeros capítulos doblados a la lengua de Angela Merkel y no hay color).
Sigo: Mad Men me ha dado mucho que pensar. Como me pasa siempre frente a cualquier fenómeno que me impresiona. Mi yo curioso no puede evitar preguntarse: “Y esto, ¿Cómo lo han hecho?” Que es lo mismo que preguntarse “Y esto, ¿Por qué me gusta?”.
Después de mucho cavilar he llegado a la conclusión de que Mad Men me gusta tanto y tanto porque es una serie para adultos. Porque trata problemas de adultos en un mundo que crea material de entretenimiento pensando en los individuos que se encuentran en esa franja de edad comprendida entre los quince y los veinticinco –o para aquellos que, aún habiéndola rebasado, siguen poniendo la televisión para ver a Scarlett Johanson-. Que oye, es un objetivo respetable pero uno está de acuerdo con Penélope y piensa que Johanson es, ante todo, “una niñata” .
Mad Men trata de las reacciones de las personas cuando hacen el terrible descubrimiento que nos echa del paraíso de la infancia –y no me refiero a los secretos del uso y disfrute de aquellas partes en las que la Iglesia Católica, erróneamente, localiza nuestra decencia-. El descubrimiento de que hablo se compone de dos piezas perversas: a) Por mucho que hagamos por evitarlo, todos nos moriremos algún día y b) Hay acontecimientos que le pasan a uno, heridas, traumas, de los que uno, simplemente, no se recupera. Cuando uno se resigna a verse a sí mismo como el satélite sin atmósfera de un planeta helado, cuya historia puede leerse por los impactos de los asteroides, entonces uno está preparado para disfrutar Mad Men.
Por otra parte, Mad Men habla de un fenómeno que, poco a poco, se ha ido perdiendo en la cultura occidental: la conciencia universal de que hay placeres prohibidos. La espera, el retraso del placer. Que fastidia, aceptémoslo; pero que, de alguna forma, también le da sabor a las cosas. En otras palabras, los sesenta del siglo pasado hicieron que saltaran por los aires los diques que separaban al ser humano de cosas que hoy consideramos normales. Nos dieron una libertad que, aunque mola, en mi opinión aún tenemos problemas para administrar con cierta eficiencia (lo que en Estados Unidos sucedió en los sesenta, para nosotros empezó a llegar con la Movida madrileña y sólo se extendió a la masa de la población en los primeros noventa).
De todo eso habla Mad Men y yo ya lloro, pensando en que me quedan tres episodios para terminar la primera temporada y que tendré que esperar aún un poco para hincarle el diente a la segunda.
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