7 de Diciembre.- Si hay algo que es común a todos los inmigrantes es que, para los habitantes del país de acogida, somos nuestro país.
Así, si un austriaco que solo me conoce a mí piensa en España, es probable que le vengan a la cabeza los toros, el flamenco, la princesa Letizia con su delgadez sospechosa y, por último, tiña todos estos elementos inconexos con la impresión que yo le produje cuando estuvimos hablando un día, en un mercado de navidad, mientras nos emborrachábamos con ahínco a base de ponche y vino caliente.
Por eso, dadas las noticias de estos días, era casi inevitable que, cada vez que llegaba a un sitio (la oficina, por ejemplo) la gente me pidiera explicaciones como si yo fuese el portavoz del Gobierno en esta crisis aérea que, para los que no la hemos sufrido, resulta tan abracadabrante.
El diálogo siempre era el mismo. Con un poquito de choteo (tan austriaco), mientras uno se estaba quitando el abrigo, le preguntaban:
-¿Y qué ha pasado en Barajas?
Y yo contestaba, también con choteo:
–Estos españoles que son unos levantiscos. Pero ha llegado el ejército y se ha acabado el tema –y añadía, con mi mejor tono irónico: es el único lenguaje que entienden.
La gente se reía y yo me podía sentar tranquilo a trabajar.
Quisiera seguir, tras este largo preámbulo, diciendo que, en mi opinión, es muy posible que los controladores tengan razón en sus reivindicaciones. Sin embargo…Esta huelga me ha recordado mucho a una que se produjo a principios de los ochenta en otro grupo de profesionales también altamente cualificados y muy, muy bien pagados: los actores de doblaje. En aquel momento, la industria audiovisual sufría un cambio tecnológico comparable a la convulsión que ha traido a la navegación aérea la consolidación de las compañías de bajo coste.
El video (Beta contra VHS) hacía que, el hasta encontes controladísimo mercado cinematográfico, demandase más y más producto. Y el público español, a su vez, demandaba (entonces y, ay, ahora) películas dobladas a un idioma inteligible. Se planteó un problema acuciante de falta de actores de doblaje.
Los que existían hasta entonces se frotaban las manos, claro. Si había menos dobladores, o sea, poca oferta, y demanda a cascoporro, los sueldos subirían (subieron) como la espuma (¿A que es una situación que suena familiar?).
En el momento en que estoy hablando, cuatro clanes mal contados, procedentes de los antiguos cuadros de actores de Radio Nacional y de la SER, se repartían el mercado. Nombres que hoy son leyenda, como Matilde Conesa (que mis lectores conocerán por haber sido la voz de Angela Channing en Falcon Crest o, mejor aún ¡La Bruja Avería en La Bola de Cristal!) acaparaban los trabajos. Los doblajes de entonces eran de enorme calidad pero también demasiado lentos y carísimos, en gran parte por los sueldazos que cobraban los actores de doblaje. El mercado tuvo que abrirse por fuerza y los dobladores, viendo peligrar sus coches caros, sus pisos en el centro y su sobrio mobiliario castellano (no olvidar la imprescindible lámpara con pantalla de pergamino) convocaron huelgas delante de los estudios Cinearte de Madrid –meca del doblaje celtíbero: salen en Mujeres al Borde de un Ataque de Nervios y en Los Abrazos Rotos, por cierto- y plantearon una serie de reivindicaciones que tenían el mismo porvenir que aquellas de los jóvenes que exigían alcohol barato y meaderos gratis cuando se promulgaron las leyes antibotellón.
Los pobres actores de doblaje auguraban un negro destino al audiovisual patrio, denunciaban que los doblajes perderían calidad (como de hecho así ha sido) pero no se daban cuenta de que a la gente común, que consumía su producto, que los personajes de sus series dijeran “ejque” de vez en cuando les chupaba un pie. Hoy, los doblajes españoles son incurablemente infames pero da igual. No se ha hundido el mundo, el mercado cinematográfico sigue funcionando y la gente sigue viendo Física o Química y escuchando los berridos de Belén Esteban.
Los controladores tendrán que resignarse a que se privatice su oficicio (una cosa que ellos ven, lógicamente, como el fin de la privilegiada situación bancaria y laboral de la que gozan), llegarán tiempos nuevos y profesionales que traerán aire fresco a un trabajo que los controladores actuales venden como un misterio sagrado, como el de Mitra en la antigüedad. Los viejos tendrán que mentalizarse de que nadie es insustituible. Vamos, es que los cementerios están llenos de gente que se creía que lo era.
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