23 de Febrero.- Querida Ainara: el fin de semana pasado estuve en una exposición en el Museo Albertina de Viena. En las paredes, de un bonito color marengo, colgaban escasamente iluminadas varios cientos de obras de artistas del grupo Der Blaue Reiter (El jinete azul), una peña de artistas capitaneada por Vasily Kandisnki que revolucionó el arte centroeuropeo de esa larga postrimería del siglo diecinueve que fue el periodo anterior a la primera guerra mundial.
En una de las últimas salas, cercana a la salida, colgaban algunos cuadros muy perturbadores. Describían pesadillas. Campos de batalla llenos de muertos, hombres con aspecto de profeta bíblico perseguidos por enormes libélulas, cadáveres vaciados. Pensamos inmediatamente que se trataba de las visiones torturadas de un veterano de la Gran Guerra pero, al ver las fechas de ejecución de las angustiosas estampas, nos dimos cuenta de que, la mayoría de los cuadros, databan de fecha tan temprana como 1910.
El artista que los había pintado, cuya fotografía presidía la selección de sus obras, hubiera podido pasar por un Mod de finales de los cincuenta. Una intensa y triste mirada juvenil, una expresión tocada por quién sabe qué dolor secreto. Tras leer una biografía a la que sólo le dio tiempo a ser escueta, me fijé en la fecha de su muerte. Aquel hombre, al que ya sobrepaso en edad, murió a los veintisiete años durante una misión de reconocimiento en la batalla de Verdún. El destino de aquel joven me conmovió como sólo nos conmueve aquello que nosotros hubiéramos podido ser.
A mi lado, la gente seguía mirando los cuadros, comentando tal o cual detalle curioso. Un niño de unos diez o doce años, bostezaba sin entender nada. Un anciano arrastraba una pierna de cuadro en cuadro, acercándose mucho a las obras, como si sopesar aquellas acuarelas fuese una de las últimas batallas ante las que se resistía a capitular. Dos mujeres charlaban entre susurros, sentadas en un banco. Y yo, tu tío, me sorprendía mucho de que aquella gente pudiera permanecer tan impasible ante el fenómeno del que aquella exposición era un acta levantada y doliente.
¿Qué hubiera sido de aquellos artistas, en su mayoría jóvenes, si la Gran Guerra no hubiera truncado su vida? ¿Qué hubiera sido de los millones de hombres que perecieron en la siguiente? ¿Qué sería de la humanidad si todos los niños que nacen hoy tuvieran las mínimas oportunidades de demostrar de lo que son capaces? En otras palabras: ¿Cuántos profesores Barbacid, cuántos Einstein, cuántos Steve Jobs mueren todos los días sin saber que son seres especiales porque no tienen ni tan siquiera los recursos mínimos para subsistir? ¿Por qué la humanidad se empeña en seguir desperdiciando ese capital humano que podría llevarnos a todos a cotas de bienestar y conocimiento inimaginables?
Pero quizá fuera en realidad que, lo más escalofriante de la exposición fuera otra cosa que permanecía agradablemente agazapada en el inconsciente de la mayoría de los presentes. Cuando observamos la historia, Ainara, tendemos a pensar que los protagonistas también sabían, como nosotros, cómo iba a acabar la película. Al ver la exposición de El Jinete Azul, la gente parecía asumir que, cuando estalló la primera guerra general, todos sabían que ganarían los aliados; o que, cuando la segunda irrumpió desgarradoramente en la escena planetaria, la victoria de la democracia estaba clara. Todos, en último extremo, asumimos en cierta forma que el hombre que pintó a un profeta perseguido por libélulas sabía perfectamente que la muerte le sorprendería a los veintisiete años.
Besos de tu tío
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