(Como asumo que mis lectores estarán, como uno, hasta el mismo colodrillo de miedo nuclear y de crujir de dientes, aquí les dejo unos recuerdos de mi mocedad, para que descansen un rato antes de seguir sufriendo con el siguiente informativo).
Para H. Rodríguez, con muchísimo cariño
15 de Marzo.- Mi memoria es como un mar del que, a veces, pesco fragmentos reconocibles de mi pasado. Soy particularmente bueno rescatando nombres con sus apellidos. Ayer, por ejemplo, vino a mi mente un nombre (llamémosle Joaquín) y caí en la cuenta de que hay un periodo de mi vida, fundamental para entender al “Paco español”, del que apenas he hablado en este blog: la gozosa y dorada época en la que hice teatro.
Llamémosle Joaquín (repito, es un nombre supuesto) era el hijo de una familia madrileña burguesa tirando a pija . Era un hombre extremadamente guapo, simpático, moderadamente inteligente y que estaba convencido (entonces, espero que ahora no) de ser una especie de bohemio. Su bohemia se manifestaba en que su familia le financiaba una afición teatral para la que tenía unas dotes digamos que modestas. Llamémosle Joaquín era uno de esos tipos inofensivos pero con posibles a los que la gente con talento, pero de extracción modesta, no puede ni ver (tiempo después, otro conocido común, llamémosle Javier, me confesó airadamente que no podía ver a llamémosle Joaquín; a mí, francamente, llamémosle Joaquín me caía bien aunque le encontraba tirando a sosainas: sobre todo, en el escenario).
Hubo una época, que yo hubiera querido que durase siempre, en que llamémosle Joaquín y otras personas como él formaron parte de una primavera que se extendió entre mis diecinueve y mis veinticuatro años. Recuerdo esos días como una adolescencia tardía. Mi infancia, ya es hora de que lo confiese, duró bastante más que las de las otras personas que conozco.
Hasta que cumplí los diecinueve, fui como el reactor de Fukushima: un núcleo extremadamente activo encerrado en una carcasa de acero y hormigón con la profundidad de una capa geológica. Me dedicaba, como el ingenio nuclear, a producir una energía brutal que tenía su salida en los estudios y en la lectura. Fui un niño trabajador, responsable, sin malicia, ajeno durante mucho tiempo a los misterios de la sexualidad y de la muerte; mis amigos fueron también lo que se llama “gente sana” y, como era feliz así, nunca se me ocurrió echar una mirada “por encima de la valla” (no sé si mis lectores me entenderán). El resultado fue que cuando llegué a la universidad carecía de cualquier tipo de experiencia de primera mano sobre lo que suponía ser un adulto. Aprendí a serlo, mal que bien, durante mi etapa teatral.
Llegué a las tablas por casualidad. Una persona que leerá este texto decidió que la obra de teatro que presenté a un concurso literario era la mejor de las dos que se presentaron (cómo sería la otra). El premio del concurso era una cantidad (modestísima) de dinero, una placa conmemorativa que duerme en el salón de mis padres y la representación de la obra por parte de la compañía de teatro de la Universidad.
En el curso de la que, sin falsa modestia, fue una de las decisiones más inteligentes que he tomado en mi vida, comprendí que el texto que había escrito era una castaña pilonga y que, lo que a mí me convenía, era despojarme de cualquier tipo de ego (a fin de cuentas, completamente injustificado) y abrir mucho los ojos y las orejas. Y qué feliz fui, Dios mío. Qué feliz. Como sólo se es con el primer amor. Durante aquellos días, particularmente durante la primavera del año noventa y seis y gran parte del año noventa y siete, fui consciente cada segundo de que lo que estaba viviendo era único; que la puerta se abriría con aquella intensidad solo una vez. Tuve clarísimo que, cuando se cerrase, me dedicaría a buscar sucedáneos que sustituyesen la falta de aquel momento dulce, perfecto y único. Y por eso me lancé a vivir a tumba abierta.
Digamos que problemáticos no fuimos ni yo ni mi hermano, pero hay ratos en que creo que fui demasiado bueno. Pero para ser malo hay que valer, y está visto que yo valgo lo justo 🙂
Y, pese a lo que pueda parecer, estudié Empresariales. Filología me hubiera gustado, pero me temo mucho que en un país como España me hubiera condenado a ser teleoperador o un parado culto.
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